Hoy quiero compartir algo profundamente personal. Durante mucho tiempo lo postergué, ya que no es fácil exponerse. Pero si algo he aprendido desde que emigré, es a escuchar mi voz interior, y a hablar, quizás a alguien del otro lado le sirvan mis palabras.
Hace tres años con mi familia emigramos a España. Mi entonces esposo recibió una oferta laboral en Zaragoza y, en apenas dos meses, tomamos la decisión de dejarlo todo: familia, amigos, mascotas, nuestra casa. Pusimos nuestras vidas en maletas de 23 kilos y aterrizamos en Zaragoza un 24 de diciembre. Nos recibió el frío, el viento: “el Cierzo” y una montaña de incertidumbres.
Zaragoza nos regaló una ciudad hermosa y gente amable. Hicimos amigos que hoy son familia. Pero también nos enfrentamos a la otra cara: la burocracia. Como odontóloga, iniciar el proceso de homologación de mi título fue terrible. Descubrí que había más de 100.000 expedientes esperando resolución, con una media de cinco años de demora. Detrás de cada expediente, una historia como la mía: profesionales cualificados, con vocación, atrapados en un limbo administrativo.
La frustración me llevó a una depresión. Lloraba sin entender por qué. Nunca había estado sin trabajar, ni siquiera cuando nacieron mis hijos. De repente, me vi sin mi profesión, sin ingresos, sin rumbo. Me convertí en ama de casa a tiempo completo, ayudando a mis hijos a adaptarse a un nuevo sistema escolar, mientras yo misma intentaba adaptarme a una nueva vida.
Mi hijo menor, introvertido, fue etiquetado en su primer colegio. No se le ofrecieron herramientas que lo ayudaran a vencer el bloqueo y poder comunicarse. Cambiarlo de centro fue una odisea burocrática, pero en su nuevo colegio, al año siguiente, encontró un tutor comprometido, y un entorno que le permitió florecer.
Mi hija mayor, al principio callada en los recreos, fue acogida por un proyecto de integración de niños nuevos del Colegio Miguel Catalán. Hoy de ese colegio tiene amigas que son para toda la vida.
Yo, mientras tanto, seguía buscando una salida. No la encontré en Zaragoza, pero sí en Madrid. Conseguí un puesto en la Universidad Alfonso X el Sabio como coordinadora de calidad en la Facultad de Odontología. Me mudé sola, dejando a mis hijos en Zaragoza hasta terminar el curso. A mis 41 años, alquilé una habitación, y viajaba cada fin de semana para verlos. Fue duro, pero necesario.
En medio de todo esto, mi matrimonio se rompió. Tras 17 años, la confianza se quebró, y cuando se pierde la confianza es difícil sostener una relación. Fue otro golpe, quizás el más duro: no solo se rompe una relación, se rompe un proyecto de familia, una identidad, una vida compartida. Recuperarse de un corazón roto no es inmediato. Es un duelo silencioso, muchas veces invisible, que se vive mientras el mundo sigue girando.
Pero también fue una oportunidad para reconstruirme, por lo que hoy estoy mejor. No del todo sanada, pero más fuerte. He dejado de preguntarme por qué pasó todo esto, y he empezado a entender que, a veces, la vida te sacude para sacarte de donde no debías estar.
Este año, por fin, llegaron las buenas noticias: me homologaron el título de odontóloga. Vuelvo a ejercer mi vocación después de más de 20 años de carrera. Además, he sido designada responsable de la Oficina del Voluntariado y Cooperación al Desarrollo de la Universidad donde trabajo, el lugar que tanto busqué y para el que me formé toda mi vida.
Por eso, si estás leyendo esto y te sientes perdida, rota, sin rumbo, te digo: aguanta. Resiste. No te aferres a lo que ya no tiene cimientos. A veces, dejar ir es el acto más valiente. Y aunque duela, aunque parezca que no hay salida, la vida siempre encuentra la forma de abrir caminos.
Porque sí, emigrar es difícil. Sanar un corazón roto, también. Pero las mujeres podemos. Podemos vivir, emigrar, resistir… y reconstruirnos.