En América Latina, contrario a lo que muchos consideran uno de nuestros más lacerantes vacíos, han existido pensadores. Bien sea desde el periodismo combatiente, en algunos casos, o la divulgación masiva, en otros, figuras como José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Ángel Rama y José Luis Romero, lograron hacer de sus magisterios públicos un tinglado para la confrontación de ideas. Ese intelectual que interroga la realidad y busca explicaciones a los fenómenos del presente, es una de las figuras más singulares del bestiario tropical de nuestro continente. Aunque transitorios y paliativos, muchos de sus diagnósticos resultan necesarios en el ritmo febril de nuestros sobresaltados aconteceres. Sus valoraciones, siempre contingentes, desentrañan las génesis de los traumatismos culturales que afloran en estas latitudes.
Obsesionado en escudriñar las incidencias del arte en la pulsión vital de la sociedad, el colombiano Carlos Granés, a lo largo de su paciente y certera trayectoria, ha enaltecido esa tradición de ensayistas que han ahondado en los entresijos de la creación como un laboratorio complejo en el que se anticipan las crisis y se fermentan las quimeras de la vida. En cada uno de sus libros, como un pensador de olfato y estilo, desliza respuestas chocantes a preguntas entreveradas en argumentaciones ágiles, sesudas e informadas. Así lo hizo en El Puño invisible, Salvajes de una nueva época, La invención del paraíso, y la que es hasta la fecha su obra capital: Delirio Americano.
Las vanguardias, esos proyectos artísticos de ruptura que se precipitan al mundo con proclamas y manifiestos, que buscan reordenar las conductas y derruir los principios inveterados, no fallecen con el quejido lastimero de sus últimos promotores. Como agua que se filtra entre las hendiduras de la llanura y llegan a la quintaesencia telúrica de la tierra, el arte y sus formas son más que provocaciones y símbolos. Con un arrastre furtivo pero contundente, las expresiones más elaboradas del ingenio trascienden sus reductos y capillas. Como ondas concéntricas, llegan a las orillas de aquella escueta y banal existencia que, sin adhesiones abiertas, absorbe la esencia transformadora de aquellas ideas viajeras.
En uno de sus libros, y de forma recurrente en sus columnas de opinión, Granés demuestra que la gran audacia del capitalismo no radica en la acumulación desmedida y el abultamiento de fortunas. Esa es la manifestación más explícita e inobjetable. Con habilidad proteica, el sistema vilipendiado por miles, celebrado por cuantos y disfrutado por millones, doméstica las expresiones más aguerridas de rebeldía. Como el voraz Saturno que devora a sus hijos, la perfección avasallante del capital engulle todo atisbo de resistencia. Lo hace no para vindicar alguna causa o responder a alguna afrenta. Este sistema con sus íconos cifrados en bolsas de valores y estrategias bursátiles se renueva con la sangre de sus oponentes, se rehace con la piel de sus críticos y se recompone con el talento de sus detractores. El arte, imaginado a contrapelo de los indicadores del mercado, el capitalismo lo apropia para lavar sus vestimentas.
Algunos lectores creen advertir un halo de edulcorado conservadurismo en los libros de Carlos Granés. No lo hay. Escéptico y desenfadado, este observador de la realidad de América Latina y España, con su escalpelo examina lo inmediato como un síntoma de una patología mayor e histórica. En Delirio Americano dilucida los componentes de ese cóctel de arte y política del que han bebido diversos proyectos ideológicos. De ese entramado han surgido paladines que creyendo enceguecidamente en la nobleza de sus idearios viran con facilidad a los fanatismos. En todo esto, bien sea desde la pintura o la poesía, ya para reafirmar nacionalismos hirsutos o corrientes mesiánicas, el artista pasa de artífice a bufón, de genio a orate. Con saludable descreimiento, Granés nos demuestra que muchas veces los linderos de las utopías son las calderas del infierno.