El perfume del vino

Hacia una filosofía práctica del vino: el vino como obra de arte. La belleza en el vino

Como es costumbre, les invitamos a disfrutar de un video. En esta ocasión, presentamos la escena final (a partir de 4:12:35) de Los Maestros Cantores de Nuremberg, ópera de Richard Wagner, estrenada en 1868 en Múnich.

La ópera se erige como un relato apasionado de la tensión entre la tradición y la innovación en el arte. Beckmesser, el defensor de las reglas académicas, se enfrenta a Walther, que busca su propio lenguaje creativo, libre de reglas. La obra muestra que la verdadera belleza surge cuando lo nuevo se nutre de la tradición. La estética necesita tanto de libertad creativa como de estructura y todos aquellos pontífices de las reglas absolutas, como Beckmesser están destinados a enfrentar un choque inevitable con el deseo humano de explorar y reinventar la belleza más allá incluso de lo impredecible.

En el desenlace, la victoria de Walther en el concurso de canto simboliza la reconciliación entre la tradición y la innovación. Sachs, un reconocido maestro cantor, reflexiona sobre el significado del arte y la tradición, y renuncia a sus propios sentimientos por Eva bendiciendo la unión entre ella y Walther, subrayándose a su vez en un apoteósico final que la creatividad puede florecer dentro del marco de la tradición, enriqueciendo y revitalizando el arte.

“La belleza puede ser consoladora, turbadora, sagrada, profana, puede ser estimulante, atractiva, interesante, escalofriante. Puede afectarnos de un sinfín de formas distintas. Sin embargo, nunca nos deja indiferentes. La belleza exige el reconocimiento, nos interpela directamente, como la voz de un amigo íntimo. Si hay personas indiferentes a la belleza, sin duda es porque no la perciben.” Esto afirmará Roger Scruton en su ensayo “La Belleza” (2010).

En el universo olfativo del vino, juzgar la belleza es en gran medida una cuestión de gusto, del cual a día de hoy todavía conocemos muy poco su base racional, por lo no es posible afirmar que el criterio de los expertos sea válido para emitir un juicio sobre el gusto de otros ya que la discrepancia en sí es algo propio del ámbito de los gustos.

¿Cómo podemos afirmar que un tipo de vino es superior o inferior a otro cuando los juicios comparativos no son más que un reflejo del gusto de quienes los formulan y que criticar un gusto no es más que dar expresión a otro?

¿Qué es entonces lo bello en el mundo de los olores y sabores? ¿Lo bello existe o se crea?

Para responder a dichas preguntas, tal vez, debamos de replantearlas en un nivel más ontológico. ¿Existe una verdad universal acerca de lo que es considerado estéticamente bello en el Ser aromático del vino?

Es una pregunta peligrosa, porque si la respuesta es afirmativa esto significa que todo aquel que discrepe de la verdad oficial (como Walther en la ópera Los maestros cantores de Núremberg) quedará sojuzgado al juicio estético de las disciplinas tradicionales de la enología y gastronomía imperantes en el momento y lugar de moda.

Y si la respuesta es en sentido contrario, el aparente juicio estético promovido por los sacerdotes del vino (como Beckmesser en la misma ópera) quedaría relativizado o minimizado haciéndonos cuestionar su pretendida autoridad objetiva e invitándonos a deconstruir su pretendida trascendencia.

La “belleza estética” experimentada a través de los aromas del vino es un recurso vital que nos permite alcanzar ontológicamente los Entes que nos rodean asimilándolos al nuestro por voluntad y placer propios, convirtiéndolos en parte de nosotros. Al hacerlo, descubrimos aspectos tanto de nuestro Ser como del Ser de lo Otro que permanecían sin desvelarse, porque el olor puede considerarse la "firma" de un ser. Esto último ya fue planteado por Chantal Jaquet en su ensayo "La filosofía del olfato" (2016).

Por ejemplo, oler en un vino un aroma a manzanas horneadas puede constituirse en una puerta para descubrir esos momentos felices de nuestra infancia que habíamos pasado inadvertidos, o un aroma de cera de velas nos permite  retrotraernos a nuestra dimensión más mística y trascendente que creíamos no poseer.

En este sentido, y yendo un poco más allá de los planteamientos de Platón en “El Banquete” y de Kant en “Crítica del juicio” se puede concebir a la belleza aromática del vino como una vía de ascenso metafísico, una suerte de juego que nos desvela el Ser, el nuestro y el de los Entes que nos rodean.

En este tenor, a modo de ejemplo, el aroma placentero a cuero envejecido, tabaco y madera en un vino puede transportarnos a lugares imprevisibles, como una biblioteca antigua, donde tal vez, alguna vez, una persona nos miró con la misma melancolía que ahora experimentamos en nosotros mismos. Es la brisa etérea de un aroma que se entrelaza no sólo con nuestra memoria sino también con la presencia de un ser que, aún sin nombre, se nos desvela en la profundidad de un instante compartido más allá del tiempo.

Y es que la belleza estética de los aromas surge del libre juego entre nuestras facultades cognitivas merodeando y explorando sempiternamente alrededor de un espacio multidimensional donde el Ser de olor de las cosas se aloja y desde donde le provee de significados inesperados.

Y hablamos de espacio multidimensional porque investigaciones recientes apuntan a que los olores se distribuyen densamente en una superficie bidimensional curvada dentro de un espacio sensorial multidimensional del sistema olfativo humano.

Vivimos en una sociedad donde el Dasein lanzado al mundo (el ser-ahí, es decir, el ser humano como ente que se pregunta por su propio ser), en su anhelo de desocultar su Ser (o al menos desocultar el Ser que el Ser cree que Es), tropieza con el vértigo de su propia imperfección: lo que se desvela no siempre es lo esperado, y lo que se oculta persiste como un eco de lo posible.

El resultado es la angustia del Dasein en un mundo donde la sobreperfección que se le impone es un ideal inalcanzable (en la imagen, el cuerpo, el éxito, la felicidad). El ser-ahí, en su intento de realizarse, descubre que el mundo no responde como esperaba conduciéndolo al agotamiento ontológico, al hastío y a la sensación de estar atrapado en un ciclo donde lo que se desvela nunca es suficiente, y lo que se oculta (las expectativas frustradas, el verdadero deseo, la autenticidad del propio Ser) sigue latente como un eco que nunca se alcanza.

Atrapados en un ciclo de alienación, donde la búsqueda de sentido se topa una y otra vez con estructuras que impiden su verdadero desvelamiento ese Ente que se pregunta por su propio ser permanece atrapado en una libertad paradójica que le ofrece la posibilidad de crear significado, aunque siempre dentro de un marco contingente y efímero. Es la disyuntiva del Walther postmoderno.

En este contexto, la belleza que nos aporta el Ser olfativo del vino podría erigirse como un puente para aliviar esta fractura entre “el Ser que es”, “lo que el Ser espera ser” y “El ser que se espera que sea”.

La belleza, en su esencia sempiternamente ordenadora, se revela como la medida secreta que entreteje la armonía entre desvelamiento y la opacidad del Ser. Como bien señalara Jacques Derrida, el significado y el Ser nunca están completamente presentes porque este último nunca se desvela completamente según nuestras expectativas.

Bajo esta premisa, la belleza emerge no como un mero atributo, sino como un puente ontológico. Es ella quien reconcilia la distancia insalvable entre los múltiples desvelamientos del Ser: el Ser de las cosas, el Ser de los otros y el Ser que somos. En su gesto silencioso, la belleza permite que estas dimensiones coexistan sin la necesidad de una entidad totalizadora que las subsuma a todos tal y como acontece en la sociedad postmoderna, globalizada y, paradójicamente, fragmentada.

En un mundo donde la unidad parece desvanecerse ante la multiplicidad de voces y realidades, la belleza se alza como nuestro último recurso vital, el cual, en su inefable potestad ontológica, opera como una supraarmonía de lo esencial que concilia la fractura entre el Ser desvelado y el aún velado, entre la otredad que se muestra y la que se resiste. Constituye parte del Principio Esperanza ante lo irremediable de "el todavía-no-ser" (es el Noch-Nicht-Sein planteado por Ernst Bloch).

En el caso de la belleza estética aportada por el Ser olfativo del vino esta nos enseña que la existencia no es un solo destino, sino una trama de posibilidades que se desvelan con el tiempo. El aroma de un vino cambia en la copa, como cambiamos nosotros: el fulgor frutal de la juventud cede paso a la melancolía de la madera, y en ese declive no hay pérdida, sino transformación. Nos damos cuenta de que lo que una vez soñamos ser y no fue no es un fracaso, sino otra dimensión del Ser, como un vino desdeñado por unos y celebrado por otros, revelando que la realidad es múltiple y que aferrarse a una sola forma de desvelamiento es ignorar la riqueza de la vida misma, es despojar al Dasein del principio de esperanza.

Del ejemplo anterior se plantea, en línea con el pensamiento de Gilles Deleuze (1925-1995), Zygmunt Bauman (1925-2017), Richard Rorty (1931-2007) o Byung-Chul Han (1959-), una belleza olfativa del vino que nos enseña, con cada olfacción, con cada sorbo, que el devenir es más importante que la identidad fija, que lo que no llegamos a ser no es un fracaso, sino una parte del proceso inacabado de ser y que la vida cobra sentido no solo en lo logrado, sino también en lo que queda como posibilidad no consumada.

A la postre, la belleza estética del Ser del vino hace el mundo más llevadero, constituye belleza por cuanto que provee de una franja ontológica que provee de esperanza al Dasein ante el fracaso de su propio desvelamiento, cuando no alcanza la plenitud de lo que aspira ser y está condenado a habitar la incertidumbre. Y lo hace con la serenidad del dejar-ser (Gelassenheit) porque el Ser olfativo del vino se entrega sin imposición, en rebeldía ante la libertad paradójica que nos ofrece la sociedad postmoderna.

La belleza olfativa del vino no corrige el trastocado destino de un Dasein que se anticipa a sí mismo en su posibilidad, sino que torna habitable ese destino en su propio juego de luces y sombras.

El vino, en su esencia, nos abre a una experiencia de plenitud que trasciende la mera satisfacción; nos sumerge en un estado de reconciliación con el presente, donde la angustia del devenir se disuelve en la gratitud del instante.

Tampoco impone sentido, no la llena con un significado impuesto, no fuerza la realidad a encajar en una estructura rígida, sino que la deja fluir en su propio desvelamiento y lo colma de gracia, otorgándole una armonía inesperada y gratuita.

Y es que en su presencia, el vino nos invita a una libertad auténtica, liberándonos de las ataduras de la instrumentalización y permitiéndonos habitar el mundo desde la creatividad pura, donde lo posible se despliega más allá de los límites de lo previsible.

Hablamos de la gracia (gratia) porque la belleza nos ofrece aquello que no podemos obtener por nuestra sola voluntad. No nos obliga a comprender ni a poseer el Ser, sino que, como ese don gratuito (el planteado por la tradición agustiniana) nos permite encontrar armonía incluso en aquello que no comprendemos.

¿Quién al degustar un vino no ha quedado fascinado aún cuando no pueda explicar el por qué?

Lamentablemente en el mundo de la sobreperfección en que vivimos, donde se pretende que la realidad sea un dominio donde la voluntad humana prevalece, el Ser olfativo del vino sigue siendo sojuzgado bajo los parámetros de Beckmesser, el defensor de las reglas académicas en los Maestros cantores.

No existe vino bueno o malo. Sólo existe el vino cuyo Ser somos nosotros los que estamos llamados a desvelarlo.

Y si por cualquier peligrosa e insuperable revolución interior la armonía inesperada de la belleza sucumbe en nuestro propio juego de luces y sombras siempre quedará un vino que nos ofrezca unas notas de manzana sobremadura o las notas de la cera de un cirio para aliviar la fractura entre “el Ser que fue” y “aquello que el Ser desea ser”.

Al final siempre quedará un vino que nos abra paso como un puente entre el recuerdo de la inocencia de una niñez envuelta en el aroma de manzanas horneadas en un hogar lejano y el despertar de la trascendencia de la adultez ensimismada ante la llama titilante de una vela.

Esa es su belleza.

Continuará