Nunca en nuestra historia reciente habíamos hablado tanto de salud mental, y sin embargo, nunca habíamos estado tan enfermos del alma. El reciente Monitor de Salud Mental en España 2025 de Ipsos confirma una tendencia que ya era evidente: seis de cada diez españoles consideran que la salud mental es hoy el principal problema sanitario del país, por delante incluso del cáncer o la obesidad.
La tristeza, el desánimo o el miedo existieron siempre, pero carecían del altavoz y del espejo social que ahora los amplifican. Lo que antes se sobrellevaba —con silencio, con resignación o con fe— hoy se mide, se etiqueta y se multiplica en impactos de información.
El estudio de Ipsos señala además una fractura clara entre la demanda ciudadana y la respuesta institucional: ocho de cada diez españoles exigen que la salud mental tenga la misma consideración que la física, pero casi la mitad cree que el sistema sanitario no responde a esa exigencia. En otras palabras, el malestar se percibe, pero no se cura.
La sensibilidad se ha desplazado hacia los más jóvenes y hacia las mujeres. Las generaciones millennial y Z encabezan las estadísticas de ansiedad, estrés o depresión. Son también las que más hablan de su bienestar mental y las que con más frecuencia reconocen haber sentido desesperanza o bloqueo. Esa diferencia generacional tiene una explicación profunda: vivimos en un entorno de competencia permanente, precariedad laboral, precios inalcanzables de la vivienda y una hiperconectividad que no deja espacio para el silencio.
Todo influye. Las redes sociales, venden vidas perfectas y generan frustración. La desaparición de la moral y la religión, que durante siglos ofrecieron consuelo y un sentido del deber, se da por desaparecida. La fragmentación familiar, la soledad urbana, la pérdida de contacto con la naturaleza. Incluso los medicamentos —que sin duda alivian— terminan siendo una prótesis más de una sociedad que busca soluciones rápidas a problemas que son estructurales.
Pero quizá ha llegado el momento de cambiar el enfoque. Hemos atribuido el problema a mil causas —económicas, tecnológicas, culturales—, pero solo lo hemos atribuido. Tal vez haya que empezar a mirar hacia otro lado: no hacia los enfermos, sino hacia los sanos. A quienes, pese a las mismas presiones, conservan la serenidad, el sentido del humor y la capacidad de disfrutar de la vida. Son ellos quienes podrían encerrar las claves más valiosas de este enigma colectivo.
¿Quiénes son esos hombres y mujeres que, incluso en edades avanzadas donde la incidencia de enfermedades mentales puede alcanzar el 70%, mantienen una mente equilibrada? ¿Qué han hecho distinto? ¿Cómo afrontan las pérdidas, el dolor o la soledad? ¿Qué papel juegan su historia vital, sus creencias, su modo de relacionarse, su consumo —o abstinencia— de fármacos o de otro tipo de estimulantes? Apenas se ha investigado este territorio. Durante décadas, la ciencia se ha volcado en el estudio del trastorno, pero ha ignorado al sano. Sabemos mucho de la patología y casi nada de la salud.
Un estudio serio de estas biografías de equilibrio —un “atlas de los sanos”, por así decir— podría ofrecer respuestas más útiles que muchos manuales clínicos. Quizá descubriríamos que la fortaleza mental no depende solo de los genes, sino de una forma de vivir: una vida menos ansiosa por el éxito, más sobria, más vinculada a los demás y más consciente del límite. En una palabra: más humana. La terapia del futuro podría no consistir en recetar más antidepresivos, sino en enseñar modelos de vida.
Por desgracia, estas ideas apenas despiertan interés. La sociedad prefiere tratar el síntoma que analizar la causa, y menos aún la ausencia de ella. Y, sin embargo, tal vez ahí esté la verdadera revolución pendiente: estudiar cómo se mantiene la salud mental, no solo cómo se pierde. Tal vez en ellos, y no en las estadísticas de enfermos, esté la clave del futuro.