Las recientes declaraciones de Donald Trump, reclamando que Europa pague más por los medicamentos para compensar las rebajas de precios que pretende imponer en Estados Unidos, han reabierto un viejo debate sobre el equilibrio entre la innovación farmacéutica y el acceso equitativo. Su planteamiento parte de un dato real —los precios en Europa son significativamente más bajos que en Estados Unidos—, pero ignora el contexto que lo explica: la existencia en Europa de sistemas públicos de salud que negocian los precios en función del valor terapéutico y de la eficiencia.
El argumento de Trump es, en el fondo, una propuesta de transferencia de rentas: si Estados Unidos decide pagar menos, que sea Europa quien cargue con la diferencia. Pero esa lógica mercantilista no resiste el contraste con la realidad europea ni con la española, tal y como recoge el reciente informe de Farmaindustria y Afi, “La gran oportunidad: España como hub mundial de innovación y producción de medicamentos”.
La industria farmacéutica española, y por extensión la europea, no es un actor débil ni subsidiario. En España, el sector sostiene más de 242.000 empleos, -entre directos, indirectos e inducidos - aporta 27.200 millones de euros de valor añadido —el 1,9% del PIB— y exporta más de 17.000 millones de euros anuales. Es una de las ramas más productivas de toda la economía, con un valor añadido por trabajador un 81% superior a la media industrial, y destina cada año más de 1.500 millones a I+D, el 18% del total de la inversión industrial española.
Además, la industria farmacéutica europea es una potencia tecnológica y humana. El sector no solo innova: también coopera con hospitales, universidades y centros públicos de investigación, y contribuye decisivamente a la sostenibilidad de los sistemas de salud. Por cada euro invertido en medicamentos, el Estado ahorra 0,4 euros en pensiones y 0,3 en bajas laborales.
Europa, lejos de ser un continente “aprovechado” por la innovación estadounidense, es el territorio donde se ha demostrado que se puede progresar en ciencia, industria y salud sin necesidad de subir precios artificialmente. Nuestros sistemas públicos garantizan que el valor de un medicamento se mida por lo que aporta al paciente y a la sociedad, no por la capacidad de fijar un precio monopolístico.
La visión europea se apoya, además, en una base moral y sanitaria que conviene recordar: el acceso universal a medicamentos esenciales. Según la Organización Mundial de la Salud, el listado de medicamentos esenciales —unos 350 principios activos— permite tratar más del 90% de las enfermedades conocidas. Europa tiene la capacidad industrial, científica y logística para llegar hasta el 99,9% de las necesidades terapéuticas con sus propios medicamentos, con un grado de calidad y seguridad difícilmente igualable en otras regiones del mundo.
Sin embargo, no todo está resuelto. El éxito de este modelo exige cuidar también su base más frágil: los medicamentos esenciales y los tratamientos tradicionales, esos fármacos de bajo precio que tratan la mayoría de las enfermedades, pero que sufren una progresiva desatención económica. Los precios “escandalosamente bajos” de estos medicamentos amenazan con provocar fenómenos de escasez, desabastecimientos y pérdida de capacidad productiva en Europa.
Y aquí surge la paradoja final: Europa no necesita pagar más por los medicamentos innovadores, como pide Trump, sino por los que realmente atienden a la mayor parte de las necesidades terapéuticas. Debe mimar su propio sistema productivo, evitar que el mercado castigue lo que funciona y retribuir adecuadamente a quienes fabrican y mantienen disponibles los fármacos esenciales. Y, ya se ha puesto a ello, con una nueva regulación de fármacos esenciales y estratégicos, para prevenir desabastecimientos y futuras pandemias.
El negocio del medicamento debería evolucionar hacia un modelo donde el beneficio no se concentre solo en la innovación disruptiva, sino también en el servicio continuo a la sanidad pública, en el mantenimiento de tratamientos eficaces, seguros y accesibles. Europa tiene la oportunidad —y la obligación— de demostrar que la sostenibilidad no está reñida con la rentabilidad, y que cuidar los medicamentos antiguos y útiles - que incluso se pueden mejorar con innovaciones incrementales - es tan estratégico como descubrir los nuevos.
Porque al final, la salud de un continente no se mide por el precio de sus terapias más sofisticadas, sino por su capacidad de garantizar que nadie se quede sin los medicamentos que de verdad necesita.