Continuando con el análisis de las terapias alternativas y complementarias, sin fundamento científico, todavía permanece una denominada ‘Las flores de Bach’ a la que hay que dar poca, o ninguna, credibilidad terapéutica. Edward Bach, un homeópata inglés, en la década de 1930 afirmaba que el rocío que se encuentra en los pétalos de las flores conserva las propiedades curativas imaginadas de esa planta.

Las revisiones sistemáticas de los ensayos clínicos sobre los remedios florales de Bach han encontrado que no tienen mayor eficacia que un placebo, no posen acción biológica o fisiológica alguna, y no pueden ser considerados medicamentos. Sin embargo, las esencias tienen una larga historia en la terapéutica y ahora, ya sin ella, bien podrían reivindicarse como una verdadera expresión artística.
De la botica al altar: el uso terapéutico de las esencias
Durante milenios, antes de que la medicina moderna tomara la forma que hoy conocemos, los hombres y mujeres de todos los rincones del mundo acudieron a la naturaleza en busca de consuelo y curación. Extraídas con paciencia de flores, cortezas, raíces y resinas, estas sustancias aromáticas no eran un mero adorno sensorial, sino remedios con un propósito profundo: sanar el cuerpo, calmar el espíritu y purificar el entorno.
En el Egipto antiguo, las esencias eran ofrenda y medicina. El incienso y la mirra, cuyo nombre resuena aún en los relatos bíblicos, eran empleados para preservar cuerpos y purificar espacios sagrados. La mirra, con sus virtudes antisépticas, trataba heridas; el incienso, al arder, desinfectaba el aire y elevaba la oración. Hipócrates recomendaba lavarse con aceites perfumados para fortalecer la salud, mientras Galeno los aplicaba con fines médicos en sus preparados.
Durante la Edad Media, en los jardines monásticos de Europa y en las farmacopeas del mundo islámico, las esencias vivieron un nuevo florecimiento. Los monjes destilaban salvia, tomillo y menta para aliviar males digestivos y respiratorios; los sabios árabes, como Avicena, perfeccionaron el arte de la destilación, abriendo paso a una mayor pureza en la extracción de los principios activos de las plantas. En tiempos de peste, no fueron pocos los que confiaron en las propiedades purificadoras de clavo, eucalipto o lavanda para mantenerse con vida; y en la botica de El Escorial, se encontraba uno de los artificios más elaborados de destilación: un destilador múltiple que se denominó: ‘torre filosofal”
La alquimia del aroma: esencia como arte
Más allá de sus aplicaciones médicas, las esencias han sido, desde siempre, expresión de lo inefable. Son, quizá, el arte más sutil: no se exponen en galerías, no se oyen en auditorios, pero transforman el espacio, despiertan la memoria y conmueven con una intensidad que ninguna imagen logra igualar. La bergamota abre como un amanecer vibrante; el jazmín late con ternura en el centro; el vetiver y el ámbar, en la base, anclan el perfume en la tierra y el recuerdo.
La literatura ha sabido captar esta dimensión. Marcel Proust, ‘En busca del tiempo perdido’, inmortalizó el poder de la memoria sensorial cuando describe cómo el sabor y aroma de una simple magdalena mojada en té lo transportan a la infancia.
Basta una gota en la piel para crear un universo y, además, un universo diferente en cada piel. Como sucede con los buenos versos o las pinceladas maestras, lo más profundo suele expresarse con muy poco.
El poeta Juan Ramón Jiménez decía que “lo invisible es lo verdadero”. Y así sucede con el perfume: no se ve, no se palpa, pero nos revela verdades íntimas y estéticas. Es una forma de arte que habita el aire y la piel, y cuya duración en nuestro recuerdo, deja huella duradera.
Una reivindicación olfativa
Hoy más que nunca, en un mundo saturado de estímulos y empobrecido de significados, las esencias merecen ser reivindicadas como una de las más altas formas de arte. Ellas no sólo curaron cuerpos en otros tiempos: también siguen curando el alma. Hablan en un lenguaje olvidado, el del olfato y la emoción, devolviéndonos a nuestra humanidad más primaria y auténtica.
Reivindicar las esencias es reclamar un espacio para lo invisible, para lo que no se explica, pero se siente. Es recordar que el arte no siempre necesita ser visto ni oído; a veces, basta con respirarlo, aunque no esperemos otra curación que la que nos proporcionan las demás formas de arte.