A lo largo de la historia, la enfermería ha sido una profesión íntimamente ligada al sufrimiento humano, a la fragilidad del cuerpo y a la esperanza en la recuperación. No sorprende, por tanto, que algunas enfermeras —y otras mujeres que pasaron por los hospitales como auxiliares o voluntarias— hayan hallado en la escritura una vía natural para expresar esa experiencia interior que nace del contacto con la enfermedad. Su literatura, ya sea narrativa o poesía, comparte una particular mirada: serena, compasiva y, al mismo tiempo, consciente de los límites de la condición humana. Frente a otros autores que se aproximan al dolor desde la distancia, ellas hablan desde la proximidad del lecho del enfermo, desde el conocimiento práctico del cuidado y desde una experiencia adquirida tras ver, una y otra vez, el triunfo y la derrota de la vida.
En narrativa, el ejemplo más célebre es el de Agatha Christie (1890-1976). Aunque no hizo de la enfermedad su tema central, sus años como enfermera durante la Primera Guerra Mundial y el tiempo que pasó en la farmacia del hospital dejaron una huella profunda en su obra. A su disciplina, a su gusto por la observación minuciosa y a su comprensión de venenos y remedios debe la precisión casi quirúrgica de sus tramas. Christie aprendió entre vendas y botiquines que la verdad suele esconderse en los detalles más pequeños, y ese temple profesional acabó dando forma a una de las obras más influyentes de la novela policíaca.
Cerca de ella, aunque con un tono muy distinto, encontramos a Mary Seacole (1805–1881). Sus memorias sobre la Guerra de Crimea combinan aventura, relato personal y crónica histórica, y muestran a una enfermera que contempla el dolor humano sin sentimentalismos, pero tampoco sin cinismo. Su escritura, directa y vital, transmite la seguridad de quien ha visto las heridas más profundas y sabe que la caridad práctica —el agua fresca, el vendaje bien puesto, la palabra que consuela— puede tener más valor que cualquier declaración teórica.
Otra figura de peso es Florence Nightingale (1820–1910). Su contribución literaria no se limita a manuales profesionales; sus cartas, reflexiones y ensayos poseen una densidad moral que todavía hoy conmueve. Nightingale escribía desde la convicción de que la salud no es solo un asunto de tratamientos, sino también de orden, de equilibrio y de responsabilidad personal. Su obra póstuma Cassandra es casi una pieza de prosa meditativa en la que se mezcla la crítica social con una visión moral austera y luminosa que brota de su vida entre hospitales.
En el ámbito de la narrativa popular, Helen Dore Boylston (1895–1984) volcó sus experiencias en las novelas de Sue Barton, que acercaron a millones de lectoras la vida cotidiana de una enfermera. Su prosa sencilla y directa ilumina una cualidad esencial de muchas escritoras surgidas de la enfermería: la atención al gesto concreto, a la acción inmediata que salva o reconforta, y que a veces tiene más valor literario que el dramatismo artificioso. También Mónica Dickens (1915–1992) - bisnieta de Charles Dickens -, con One Pair of Feet, retrató la vida hospitalaria desde dentro, combinando humor y lucidez en una visión muy humana del trabajo clínico durante la guerra.
En el terreno de la poesía o de la literatura más introspectiva destacan nombres muy diferentes entre sí, pero unidos por ese contacto íntimo con el dolor. Violette Leduc (1907–1972), que trabajó como auxiliar durante la guerra, dejó una obra de una honestidad feroz, en la que la vulnerabilidad del cuerpo y del alma se entremezcla con un lirismo oscuro, nacido seguramente de la conciencia de lo quebradizo. Muriel Rukeyser (1913–1980), vinculada a la enfermería en su juventud, trasladó a su poesía una sensibilidad compasiva y atenta a la dignidad del enfermo, del pobre y del desahuciado. Sus versos no hablan del hospital, pero respiran la misma preocupación moral que nace de mirar de frente a quien sufre.
Vera Brittain (1893–1970), por su parte, convirtió su experiencia como enfermera voluntaria durante la Primera Guerra Mundial en Testament of Youth, un libro que, aunque en prosa, posee la intensidad emocional de un gran poema elegíaco. Su testimonio une el cuidado cotidiano con la reflexión sobre el sentido del sacrificio y la devastación moral que acompañan a la guerra.
En conjunto, la literatura escrita por enfermeras posee un carácter reconocible: una gravedad serena, alejada de exhibicionismos, y una confianza firme en la capacidad humana para sostener al otro. Son autoras que escriben desde la proximidad al dolor, pero también desde la fortaleza que proporciona el oficio. Han visto la enfermedad sin adornos, han ofrecido remedios con manos firmes y, cuando han pasado a la literatura, han conservado esa misma sobriedad. Quizá por eso sus obras perduran: porque detrás de cada página se intuye la voz de quien no solo imagina el sufrimiento, sino que lo ha atendido.