La reciente decisión del Gobierno de España de eliminar el programa conocido como “Golden Visa” ha generado un debate que va mucho más allá de la política migratoria. Desde mi punto de vista, esta medida, aunque bien intencionada en apariencia, puede tener consecuencias profundas en el tejido económico, social y cultural del país.
El programa, vigente desde 2013, permitía a ciudadanos extracomunitarios obtener permisos de residencia a cambio de inversiones significativas, especialmente en el sector inmobiliario. Fue diseñado para atraer capital, especialmente en un momento de crisis económica, y sin exigir una residencia prolongada. Muchos de los beneficiarios venían de países con culturas afines, como Estados Unidos, Argentina, México, Colombia o Venezuela. Personas con vínculos idiomáticos, costumbres similares y, en muchos casos, una afinidad natural con los valores occidentales y europeos.
Sin embargo, el Gobierno de Pedro Sánchez ha optado por dar un giro y anunció la eliminación de este visado, que entro en vigor el 3 de abril del 2025. A partir de esa fecha, no se tramitaron nuevas solicitudes, aunque quienes ya lo tengan o lo hayan pedido antes, conservan sus derechos.
Las razones que se han dado para esta medida son varias. Por un lado, el impacto en el acceso a la vivienda, ya que se argumenta que en ciudades como Madrid, Barcelona, Málaga y Valencia, las inversiones extranjeras han incrementado los precios, dificultando la compra para residentes locales. Por otro lado, la desvinculación entre la inversión y la residencia efectiva, pues se criticaba que muchos inversores no vivían en España ni contribuían a su integración social. Asimismo, la alineación con otras políticas europeas ha sido clave, ya que Países Bajos han tomado decisiones similares ante los riesgos de especulación inmobiliaria o lavado de dinero. Finalmente, se destaca el compromiso con el derecho a la vivienda, al tratar de poner por delante el interés del ciudadano medio frente al del gran capital internacional.
Aunque estos argumentos son razonables, en la práctica podrían generar el efecto contrario. Si se cierran las puertas a la inversión de personas con afinidades culturales, idiomáticas y de valores compartidos, ¿quiénes ocuparán ese espacio? Ya lo estamos viendo: la comunidad inmigrante con mayor crecimiento en España en los últimos años es la marroquí, tanto en flujos regulares como irregulares. No se trata de estigmatizar, sino de asumir un cambio cultural profundo que no necesariamente responde a una planificación estratégica, sino a una política reactiva.
Además, en una era globalizada que define el mundo del trabajo, la economía y la innovación, limitar la llegada de talento e inversión global puede volverse un obstáculo más que una solución. Inversionistas que tal vez no vivan todo el año en España, pero que apuestan por su estabilidad, generan empleo, pagan impuestos y, en muchos casos, aportan innovación tecnológica e inteligencia empresarial, están siendo desplazados por decisiones que priorizan la corrección política sobre la visión de futuro.
En resumen, quitar la Golden Visa puede sonar bien en el discurso, pero en la práctica puede convertirse en un error estratégico que cambie el rostro cultural y económico de España más de lo que imaginamos.