La violencia de género lleva persiguiendo a las mujeres desde que el ser humano llegó a este planeta. No tendría nombre, se pasaría por alto o adquiriría cualquier otra nomenclatura. Pero al final el odio, la discriminación y los ataques contra las féminas han representado una constante a lo largo de la historia. Numerosas fueron las agredidas y asesinadas, sin importar clase social, edad cultura u origen. Otras tantas, las violadas. Y muchas quienes fueron rebajadas a un segundo plano toda su vida, mera muleta de su padre o marido, cuando no auténticas esclavas. Dicho execrable proceso, consolidado durante siglos, continúa penosamente en desarrollo.
Pero es justo en tiempo contemporáneo cuando hemos sido más conscientes de esta realidad que teníamos delante y que, parece claro, nos negábamos a reconocer. Hoy la mujer goza de reconocimiento, protección y representación en un porcentaje cada vez más elevado de países, sobre todo desarrollados. Asimismo, los movimientos feministas han adquirido mayor músculo, unidad y voz a nivel global, vehiculando medidas de calado que han permitido incorporar leyes específicas que, afortunadamente, en España nos han convertido en un país referente a nivel internacional. Y sí, cierto es que nuestra nación destaca en la lucha contra el machismo y el heteropatriarcado. No obstante, incluso aquí, donde la mayoría de la población se halla concienciada con la causa, somos incapaces de frenar en seco una lacra que nos avergüenza día a día como sociedad civilizada.
Los casos se cuentan por cientos, el maltrato se extiende sin cesar por el globo, nada nuevo bajo el sol, pero el último episodio sucedido en Francia hace unos años, cuyo juicio se ha desarrollado estos días, ha conmocionado de tal forma que existe un antes y un después. La violación sistemática de una drogada Gisèle Pelicot a manos de decenas de hombres, comandada por su esposo, ha abierto en canal a la República Francesa y sin duda ha marcado un hito que implica una reflexión general, en particular de la comunidad masculina. Si bien es verdad que las formas de la exministra española de Igualdad, Irene Montero, no son habitualmente las deseables, su denuncia de que el hombre es al final responsable de esta brutalidad, tendría que llevarnos a revolucionar todo el movimiento en pro de las mujeres.
Hasta ahora el protagonismo lo han tenido ellas, comprensible dado que son las auténticas damnificadas, pero erraríamos si dejáramos fuera de la búsqueda de soluciones a la mitad de la población. Claro que no todos somos como esos viles criminales, la mayoría de hecho somos seres bondadosos y sensibles a este lamentable horror, pero habríamos de tener más humildad y trabajar en implicarnos más y mejor en las batallas de nuestras compañeras. Quitar hierro, victimizarnos, conservar sin cuestionar mantras de otro tiempo o negarnos de forma orgullosa a reaprender no ayuda en nada a eliminar un fantasma que ha sobrevolado históricamente la cultura masculina, y por inflamación la femenina.
Los hombres feministas tenemos la gran oportunidad de contribuir con nuestras acciones diarias, más o menos comprometidas, a terminar junto a ellas la hazaña que comenzaron éstas a lo largo de diferentes olas para beneficio de todos. No es una batalla de géneros o sexos, tampoco una competición, se trata de un mandato obligado, una guerra sin cuartel contra una monstruosidad que hemos asumido y que tiene que terminar. No hay tiempo que perder. Hombres del mundo, ¡unámonos!