Este pasado fin de semana ha sido, en el ámbito deportivo, el de las despedidas. El Bernabéu se despidió de dos leyendas del madridismo: Carlo Ancelotti y Luka Modric. Ambos han contribuido en mucho a engrosar el palmarés del club de fútbol más laureado del planeta. Han sido pilares esenciales en que apoyar la maquinaría blanca; han ganado trofeos a porrillo; su estilo dentro y fuera del campo es ejemplo para quienes aspiren a ocupar sus puestos. Otro madridista de época, Rafa Nadal, se despedía en París de su tierra fetiche, la tierra batida de Roland Garros. Nadal pisó la Philippe Chatrier como un héroe del Olimpo, los vecinos del norte dejaron a un lado su natural chovinismo para rendir homenaje al manacorí, ganador catorce veces del torneo sobre arcilla más prestigioso del mundo. En París, la pista carmesí de Roland Garros, dibujaba un mensaje preciso: Merci, Rafa.
Hay que saber cuándo es necesario retirarse. Algunos, sabiendo que están de más, postergan su retirada sine die. Perpetuarse en el puesto cuando uno es inútil, o, peor, cuando uno es pernicioso, es propio de gente ruin. Saben que, cuando lo hagan, no recibirán como Ancelotti, Modric o Nadal, los aplausos del respetable. Al revés, solo abucheos escucharán, como bandada de estorninos furibundos sobre sus cabezas, u otras lindezas que prefiero omitir por decoro.
Supongo que, cuando uno piensa en el personaje que eliminaría de su puesto actual, la mayoría piensa en el presidente del Gobierno, con permiso de Tezanos. Un tipo que no abandona el barco porque el barco es, precisamente, su tabla de salvación mientras dure el naufragio. Al final, claro, se hundirá en un océano de mentiras; ahogado, qué paradoja, en su máquina del fango, boqueando junto a sus socios de legislatura, peces rémora que se arriman al tiburón blanco en sus ansías por mantenerse a flote en el mar de la sinrazón. Pegados a la piel del gran depredador, este les guiará hacia el abismo del fracaso.
Hace tiempo que el sanchismo no es un tiburón, más bien se parece a un arenque, una simple sardina que surca los mares de la propaganda con intención de pasar desapercibida. Si la oposición pescadora tuviera mejores redes, es probable que ya no ocupara la lonja de Moncloa. Lugar donde los mercaderes ministros traman a diario relatos con los que
confundir al pueblo. Lo que pasa es que es una sardina a contracorriente, cada día le resulta más difícil escapar del vórtice de la realidad. El remolino de los bulos, la corrupción y la política de supervivencia acabará por tragarse a esa sardina que, todavía algunos fariseos, se empeñan en impedir que acabe en la lata de los condenados.
Algunas despedidas se hacen de rogar. El sanchismo no atiende a ruegos, como no atiende a razones. Su despedida no será sobre el cuidado césped del Bernabéu, ni sobre la rastrillada tierra batida de la Philippe Chatrier, no, será en las calles de asfalto y plomo, en las urnas de cristal, en los tribunales que ellos desean ver fuera del imperio de la ley, en los papeles sepia que buscan peceras honestas; será, en el teatro de la democracia, el mismo que desea abolir el pececito Sánchez, anguila escurridiza que acabará atrapado en un cedazo dispuesto por los ciudadanos, asqueados de mentiras. Entonces sí, aplaudiremos todos a rabiar, igual que si Nadal ganara un punto de partido en la final de Roland Garros, o Modric metiera el gol de la victoria en el último minuto de la Liga de Campeones.