México ha atravesado, durante las últimas dos décadas, una de las etapas más críticas en materia de seguridad pública. Desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa (2006–2012), cuando se declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico”, el país ha sufrido una escalada alarmante de violencia y criminalidad que, lejos de ceder, ha evolucionado en formas cada vez más complejas y arraigadas. Lejos de ser una guerra que debilitó a los cárteles, resultó ser un catalizador de fragmentación criminal, militarización de la vida pública y debilitamiento institucional.
Durante la administración de Enrique Peña Nieto (2012–2018), los niveles de violencia no sólo no disminuyeron, sino que se agravaron con la normalización del crimen organizado en regiones enteras del país. A pesar de intentos discursivos de dar un giro a la narrativa, los homicidios dolosos se mantuvieron en cifras históricamente altas, y la impunidad siguió siendo la constante. La estrategia fue, en el mejor de los casos, ambigua, y en el peor, cómplice por omisión o por acción.
Posteriormente, el mandato de Andrés Manuel López Obrador prometió un cambio de paradigma con el lema de “abrazos, no balazos”. Si bien esta retórica buscaba alejarse de la lógica militarista de sus predecesores, en la práctica se tradujo en una ausencia de contundencia frente al crimen. La Guardia Nacional, creada con la promesa de ser una institución civil, terminó subordinada a la Secretaría de la Defensa Nacional, y las cifras de homicidios no disminuyeron de manera significativa.
Hoy, con la Dra. Claudia Sheinbaum como presidenta electa, existe una expectativa renovada sobre una posible transformación real en materia de seguridad. En su etapa como Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Sheinbaum mostró una línea más dura y técnica en el combate a la delincuencia, incorporando análisis de datos y estrategias de inteligencia focalizada. No obstante, la violencia no se ha detenido. En los últimos días, la brutal ejecución de dos funcionarios cercanos a Clara Brugada, jefa de gobierno capitalina, ha sido una sacudida que demuestra que la delincuencia sigue operando con total impunidad, incluso en el corazón político del país.
Estos hechos no sólo son lamentables por el dolor que provocan, sino por lo que revelan: el crimen organizado continúa siendo una amenaza estructural, no anecdótica. No basta con incrementar patrullajes o emitir discursos de condena. Se requiere una transformación profunda del sistema de justicia y de seguridad pública.
Entre las acciones urgentes que deben emprenderse destacan: la aplicación estricta de bloqueadores de señales en los reclusorios, medida que, aunque legalmente dispuesta, es constantemente burlada. El crimen organizado continúa operando desde las cárceles con una fluidez que desafía cualquier lógica. Igualmente, es indispensable una estrategia nacional para la cumplimentación efectiva de órdenes de aprehensión: hoy existen miles de estas órdenes que simplemente no se ejecutan, permitiendo que delincuentes sigan en libertad.
Además, la tecnología debe ser aliada. Algoritmos de inteligencia artificial pueden ayudar a identificar patrones de conducta criminal, prever zonas de riesgo y mejorar la toma de decisiones policiales. Esto requiere, por supuesto, un marco ético y jurídico robusto, pero sobre todo voluntad política para abrazar soluciones innovadoras.
La seguridad en carreteras es otro punto crítico. La ciudadanía teme trasladarse por muchas rutas del país ante la posibilidad de ser víctima de asaltos o secuestros. Las zonas rurales y los caminos federales han sido prácticamente abandonados, cediendo su control a bandas armadas.
Pero no todo está perdido. Existen ejemplos institucionales que deben observarse y replicarse. Uno de ellos es la labor de la Dra. Sara Irene Herrerías Guerra, actual titular de la Fiscalía Especializada en Derechos Humanos y una de las candidatas para ocupar una silla en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Herrerías ha impulsado una política basada en la coordinación interinstitucional, el enfoque en víctimas y la especialización del personal ministerial. Su visión promueve una seguridad con rostro humano, que entiende que detrás de cada carpeta de investigación hay una vida destrozada, una familia en búsqueda de justicia.
Ese modelo de coordinación debe permear en todas las instancias de seguridad. La desarticulación entre ministerios públicos, policías y poderes judiciales es uno de los factores que alimenta la impunidad. Una víctima no puede esperar tres semanas para que un perito recabe pruebas, ni puede enfrentarse a servidores públicos que minimizan su denuncia.
Además, es vital erradicar la visión mecanicista y prejuiciosa de muchos operadores del sistema. A lo largo de los años, se han clasificado erróneamente muchos crímenes con base en estereotipos. Por ejemplo, los delitos contra miembros de la comunidad LGBT+ han sido sistemáticamente mal catalogados como “crímenes pasionales”, cuando en realidad muchos de ellos son crímenes de odio con móviles discriminatorios claros. Esta clasificación errónea impide una correcta investigación y deja sin justicia a comunidades vulnerables.
México necesita un nuevo pacto por la seguridad, uno que no dependa de sexenios ni de slogans, sino de una política de Estado. Un pacto que reconozca que el enemigo no es abstracto ni invencible, sino que se fortalece precisamente en los vacíos del sistema. La seguridad pública no debe ser una promesa electoral ni un arma de propaganda. Es una exigencia constitucional, un derecho humano y una obligación ineludible del Estado.
Un caso emblemático que evidencia la eficacia de su enfoque fue el desmantelamiento del albergue de Mamá Rosa, conocido también como “el albergue del horror”. En 2014, las autoridades federales rescataron a más de 530 personas, entre menores y adultos, que vivían en condiciones infrahumanas, con denuncias de abusos físicos, sexuales y explotación. La intervención pudo haber terminado como muchas otras: con carpetas de investigación mal integradas, víctimas abandonadas o revictimizadas, y sin una ruta clara para su rehabilitación.
Pero bajo la conducción y visión de la Dra. Herrerías, el proceso tomó un rumbo distinto. No sólo se logró el rescate con enfoque de derechos humanos, sino que se acompañó a las personas rescatadas para garantizarles atención psicológica, legal, médica y social, evitando así que pasaran de ser víctimas a convertirse, con el tiempo, en victimarios, como tantas veces ha ocurrido cuando el Estado abandona.
Este caso fue una muestra clara de que la prevención del delito también pasa por el tratamiento integral de quienes han sufrido violencia, y que la impunidad no se combate únicamente con policías, sino también con trabajo social, salud mental y presencia del Estado.
Es hora de dejar de aparentar y empezar a salvar vidas. A la Dra. Sheinbaum le espera una prueba de fuego: o construye una estrategia realista, técnica y humana, o corre el riesgo de repetir el mismo ciclo de decepciones. Hay que actuar ya, y actuar bien.