Hoy diré de la Guardia Civil. En mi Benemérito Cuerpo —que es el del duque de Ahumada— florecen algunas virtudes que su magna constitución quiso regalar a los recipiendarios a través de una Cartilla. Con ella se enumeró un código de conducta por cuanto en su primer artículo particulariza sobre un asunto que es más propio de la conciencia que del Reglamento: El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.
Y sí, es cierto que el honor encarna una suerte de virtud, pero para gozar de esta terminante prerrogativa no basta con comprometerse o jurar. Ni siquiera hacer de ella un voto. El español generoso siempre brilla por su corazón, empero, el insensato que empeña su carrera por naderías no es más que un cadáver con galones. El mérito, ese viejo caballero, es una virtud que se conquista con el esfuerzo, pero cuando alguien lo busca oscureciendo el del compañero únicamente se expone al insoportable desprecio. El tiempo trae consigo que las vanidades del mundo sean consortes de la edad, por ello los malos ejemplos corrompen las más limpias costumbres y, a guisa de todo, la madurez de un Guardia Civil siempre debería estar más fortalecida en el ocaso de su carrera, de manera que su honor —atendiendo al viejo Reglamento— debería consolidarse como un valor profundo y aprendido.
Ahora bien, pervierte toda esa honestidad y se torna endémica cuando decenas de nombres —con el apellido de la centenaria institución— adornan cada día diferentes noticias por lamentables comportamientos. Se lee en prensa que el Teniente General de la Guardia Civil Manuel Llamas, máximo mando uniformado de la Guardia Civil “se excede de sus funciones” —aunque algunos lo califican con más saña por los supuestos intereses en asuntos de la UCO: parece más un comisario político que un general.
Si continuamos bajando en la escala jerárquica, también hay otros agentes como el Comandante Villalba, imputado en la Audiencia Nacional por, según dicen, “cobrar cuantías mensuales en b”. Su último destino —¡agárrense!— parece que fue la embajada de Venezuela como agregado del Ministerio del Interior. También se suma a esta larga lista el capitán ponferradés arrestado en una operación antidroga este mismo año, —¿un error del GPS, tal vez? — Y otros tantos más con destinos en Ceuta, San Roque, el Puerto de Valencia, la frontera con Gibraltar, Totana, etcétera, que no hacen más que convertir la institución en un complejo vertedero. Situaciones como esta no hacen más que desacreditar constantemente al Cuerpo de la Guardia Civil.
De todos ellos juzgo como el más doloroso al primero. Propincuo a Marlaska, los medios lo tratan como un simple lacayo. Sin duda recibe ciertas acusaciones que retuercen la que podría haber sido una trayectoria ejemplar, sin embargo, el burocrático funcionario continúa impertérrito y no se da por aludido. Si tomamos en cuenta las diferentes noticias, el General Llamas continúa ejerciendo sus recados y parece no apercibirse de que ese cumplimiento escrupuloso de ciertas órdenes está ocasionando un daño innecesario al buen nombre de la centenaria Institución. Y, a riesgo de pecar de idealista, sostengo que un Guardia Civil, sobre todo en el ocaso de su carrera, debería encarnar el paradigma del decoro y ser ejemplar en su rectitud, rechazando si fuese necesario, cualquier cargo por sentido de responsabilidad. El honor no es negociable. Ni se compra, ni se adquiere, ni se arrienda, se nace con él y se protege como a un hijo o a la mismísima Patria.
Sin embargo, conociendo que el hombre en ocasiones es indomable y altivo, como también indisciplinado e insolente, a veces transgrede los buenos principios y se deja arrastrar por caprichos, miedos o intereses. Empero, decía Aristóteles, que el honor es la virtud del alma; lo que sin duda es cosa cierta porque se trata de un pensamiento que resuena con fuerza en todas las reflexiones. Añadía además que la verdadera felicidad consiste en hacer el bien.
No extraña, por tanto, que las hemerotecas atesoren un sinfín de humillaciones, convirtiéndose en cementerios de inmoralidades causadas por falta de honradez y conciencia. En ellas duermen figuras indignantes como Judas Iscariote, el más infame traidor que por treinta monedas traicionó a su señor; Benedict Arnol, general estadounidense que desertó al bando británico; Vidkun Quisling, un político noruego que se alió con los nazis; el francés Fouché, que no dudó en traicionar a sus amigos que lideraban la Revolución Francesa; el inglés Guy Fawkes, que en la Conspiración de la Pólvora intentó un regicidio contra el rey Jacobo I de Inglaterra…, ¡hasta Fray Bartolomé de las Casas!, quien logró mancillar la imagen de la hispanidad en tan solo una edición.
Pero no quisiera yo, por cierto, que esta ilustre galería de traidores se ampliase con nombres del Instituto armado, antes bien, alejémonos de ingratos, felones y conspiradores, de aquellos personajes que hacen del servicio público una pasarela de vanidad. Alguien dijo en cierta ocasión que aquel que solamente practica el bien por jactancia, hace de la generosidad el más infame comercio del mundo. En este mismo instante observo que esta máxima se pone de manifiesto, advirtiéndonos que el autoritarismo y el capricho se han canalizado irremisiblemente por los pasillos del Congreso entre servilismos y oprobios.
No olvidemos, Séneca dictó, y dictó bien: Un varón fuerte y sabio no debe huir de la vida, sino salir de ella con tranquilidad. Añadiría yo: … y con la hoja de servicios limpia.