El juicio al expresidente Álvaro Uribe Vélez, cuya decisión de primera instancia se conocerá este lunes 28 de julio, ha dejado ya una larga lista de ganadores y perdedores. Este proceso, que nació de una denuncia del propio exmandatario contra el senador Iván Cepeda, se invirtió: el denunciante terminó acusado y quedaron expuestas las fisuras del sistema judicial, los abusos de poder, la instrumentalización de los medios, la presión política y el desgaste institucional de la Fiscalía General de la Nación.
La historia es larga, accidentada y significativa. En 2012, Uribe denunció a Cepeda por supuesta manipulación de testigos. La Corte Suprema, sin embargo, determinó que fue Uribe, a través de su abogado Diego Cadena, quien habría incurrido en soborno y fraude procesal, intentando revertir declaraciones de ex paramilitares que lo vinculaban con estructuras armadas ilegales. El proceso resume la zona gris de la condición humana: el uso de atajos jurídicos, presiones indebidas y trampas procesales en el menú jurídico de las partes.
En 2018 la Corte citó a Uribe a indagatoria y en agosto de 2020 ordenó su detención domiciliaria. Fue entonces cuando renunció al Senado y su caso pasó a la justicia ordinaria, perdiendo el fuero que le daba la ley. La decisión fue táctica, y parte de una estrategia dilatoria que incluyó recusaciones a jueces, interposición de tutelas, retiro de testigos y reiteradas descalificaciones.
Durante estos años, el caso no solo se tramitó en los estrados judiciales. También se libró una intensa guerra mediática. Algunos de los más reconocidos periodistas y medios del país, en lugar de mantener distancia crítica, asumieron posturas militantes. Desde columnas y noticieros, defendieron, atacaron o sugirieron verdades antes de que fueran probadas. Este activismo disfrazado de análisis agudizó la polarización y convirtió la opinión informada en una batalla de trincheras.
A lo largo del proceso intervinieron cinco fiscales. Dos de ellos, bajo la administración de Francisco Barbosa, solicitaron la preclusión. El primero fue Gabriel Jaimes, cuya postura a favor del archivo fue ampliamente cuestionada por su cercanía ideológica con el acusado. Ambas solicitudes fueron negadas por las juezas Carmen Helena Ortiz y Laura Barrera, quienes consideraron que existían méritos suficientes para abrir juicio oral.
Con la llegada de la Fiscal Luz Adriana Camargo, el tono cambió. La Fiscalía pasó de ser un bastión de defensa de Uribe a asumir su papel acusador, presentando evidencias, escuchando testigos y pidiendo una condena tras la etapa probatoria. El cambio en la dirección institucional de la entidad mostró una cara de recuperación garantista de la confianza y la imparcialidad del ente investigador.
Iván Cepeda, de acusado pasó a acusador y se consolidó como una de las figuras más perseverantes del proceso. Sus denuncias, respaldadas por los abogados Reynaldo Villalba y Miguel Ángel del Río, enfrentaron argumentos de deslegitimación. Del Río, fue blanco de ataques que lo vincularon con el narcotráfico, sin pruebas que sustentaran las acusaciones.
Jaime Granados y Jaime Lombana, los abogados defensores, enfrentaron un proceso cuesta arriba, marcado por una estrategia más política que técnica. La narrativa de "persecución" y "odio ideológico" contra Uribe caló en sus bases. Intentaron evitar el juicio por todos los medios, recurriendo a la recusación de jueces, tutelas y recursos que aplazaban indefinidamente el proceso, pero no pudieron impedirlo.
En las audiencias declararon 95 testigos. Muchos de ellos ex paramilitares, otros exfuncionarios, testimonios con retractaciones, contradicciones y presiones. Esta jungla de declarantes dejó claro que, más allá de lo que se pueda probar en derecho, hubo una batalla narrativa. ¿Quién tiene la verdad? La justicia intenta responderlo, pero también lo hace la opinión pública.
La jueza Sandra Liliana Heredia tiene un rol histórico: deberá decidir entre absolver o condenar al hombre más influyente de la política colombiana en las últimas dos décadas. Lo hará bajo la lupa de millones de ojos, con una carga simbólica enorme y una presión que trasciende los límites del expediente judicial. Su independencia, claridad argumentativa y firmeza marcarán un destino, y, sobre todo, el de recuperar la confianza ciudadana en el Estado de derecho.
El expresidente Uribe, aún si es absuelto, ya ha sido juzgado socialmente. La polarización no la resolverá una jueza. Pero el fallo sí dejará una señal para futuras generaciones: ¿puede en Colombia el poder rendir cuentas? ¿La justicia es imparcial o selectiva? ¿El castigo es real o simbólico?
El juicio a Uribe divide a la nación no solo en lo jurídico, sino también en lo simbólico. Para unos, es el caudillo que enfrentó al terrorismo; para otros, el gran intocable que, finalmente, debe rendir cuentas. Para unos, Cepeda es un perseguidor obsesivo; para otros, un ejemplo de coraje cívico.
Si Álvaro Uribe es condenado, Iván Cepeda sería reivindicado por mantener una postura firme y argumentada. Si la jueza le da la razón, pasará a la historia como el político que enfrentó al expresidente más poderoso en lo que va corrido del siglo XXI… y lo hizo caer. El expresidente estará en desgracia real y enfrentaría consecuencias jurídicas, además de cargar con una mancha imborrable en su legado. Una condena formal rompe su mito de invulnerabilidad.
Miguel Ángel del Río y Reynaldo Villalba, también podrían ser ganadores. Han sostenido el caso con tenacidad, pruebas y fundamentos. Aunque a veces polémicos, especialmente del Río por su estilo frontal, el resultado validaría su trabajo como defensores del derecho frente al poder.
La Fiscal General, Luz Adriana Camargo, también ganaría. Su decisión de cambiar la línea del caso, pasando de la preclusión al llamado a juicio, demostró independencia. Se arriesgó y asumió una posición que no es cómoda, pero sí valiente.
La jueza Heredia, si condena con pruebas sólidas, será vista como una mujer que no se dejó intimidar. Ni por la historia, ni por la fama, ni por las vallas que claman “Uribe es inocente” en varias ciudades del país. La justicia misma gana si se demuestra que nadie está por encima de la ley. Ni siquiera quien fue presidente dos veces y aún tiene una base política leal.
Diego Cadena, el abogado que visitó cárceles, ofreció favores judiciales y llevó cartas de testigos, es pieza clave. Su figura representa lo que no debe ser el ejercicio del derecho. Si hay condena, él no será un actor secundario, sino un símbolo de prácticas turbias.
Los testigos en favor de Uribe, como el ex paramilitar Carlos Enrique Vélez, quedarán deslegitimados si se prueba que fueron influenciados. Su palabra perderá todo valor. El uribismo político sufrirá un golpe profundo. Aunque no desaparecerá, tendrá que reacomodarse sin el escudo moral que representaba su líder.
Si Uribe es absuelto, el expresidente se fortalecerá. Podrá decir que fue víctima de una persecución política, que resistió la “infamia” y salió libre. Su imagen de “hombre perseguido por defender la patria” cobrará impulso. El uribismo en redes y medios armará una narrativa triunfalista, reforzando la idea de que la justicia está politizada y que su líder venció pese a los enemigos.
Iván Cepeda podría salir herido. El uribismo intentará ridiculizarlo y acusarlo de haber usado el caso para “hacer política” en un momento en que la opinión pública quedó partida en dos: quienes siguen viendo en Uribe un héroe cercado por enemigos ideológicos, y quienes exigen justicia sin distingos por poder o trayectoria. La sentencia, tendrá efectos políticos, emocionales y sociales.
Granados y Lombana celebrarán haber salvado al jefe. Habrán logrado evitar una condena que parecía inevitable y recuperarán su lugar en el podio de los penalistas de élite. La estrategia de desgaste de la defensa, con más de 70 aplazamientos y múltiples tutelas, habrá funcionado. La idea de que "el que dilata, gana", podría reforzarse como práctica jurídica.
La Fiscalía, aunque cambió de rumbo, quedará dividida. Lo hecho por el fiscal delegado Gabriel Jaimes (que pidió preclusión) no será fácilmente olvidado y sí tristemente recordado. Los testigos clave contra Uribe, como Juan Guillermo Monsalve, quedarán expuestos a represalias, estigmas y descrédito.
Tratadistas como Luigi Ferrajoli, Zaffaroni o Beccaria han recordado que el castigo judicial solo es legítimo si se sustenta en pruebas y garantías procesales. Pero también hay un castigo social, y Uribe ya lo ha sentido: el deterioro de su imagen, el escrutinio de sus alianzas, la exposición pública de sus métodos. En ese sentido, su derrota, si pierde, no es solo jurídica, es también simbólica. Si vence, la duda razonable será testigo de su buen dormir o todo lo contrario.
Sea cual fuere el fallo este lunes 28 de julio, el país ya ha sido testigo de un proceso transformador. Ganan los ciudadanos que creen en el valor de la justicia; pierden los que la instrumentalizan para blindar privilegios. Gana el Estado si demuestra que nadie está por encima de la ley; pierde si el fallo es manipulado, presionado o tergiversado. Uribe puede ser absuelto o condenado, pero lo que no puede ser negado es que, en democracia, el poder también se somete.
En cualquier circunstancia, se impone un llamado categórico: que este proceso no derive en nuevas formas de violencia. Ni física, ni simbólica, ni institucional. Pasarán muchos días para que termine la polarización. El país ya carga con las heridas de décadas de guerra, control territorial del narcotráfico y cooptación estatal por redes criminales.
Es momento de respetar la majestad de la justicia, confiar en sus formas, y rechazar cualquier intento de presión, venganza o revancha. La paz se construye también con justicia que no cede al miedo ni al ruido. Cuando el lector reflexione sobre este proceso, el fallo ya se sabrá. Comienza a ser historia.