Ya nadie se sorprende. Los políticos no dicen nada o hacen gestos simbólicos y sin sentido. Cuentan, acaso, con que, a fuerza de reincidir en los mismos crímenes, de amontonar cadáveres cada día, de no hacer nada para detener el espectáculo macabro de una matanza televisada al mundo entero, la gente se canse, se acostumbre al desastre cotidiano, se distraiga y olvide pues la evidencia es intolerable. Las plegarias a un dios de amor son inútiles cuando a tantos se les priva del pan de cada día y luego se les acorrala para que los reclutas de turno y los mercenarios del imperio practiquen el tiro al blanco y así llenar su cuota diaria de sudarios. Aunque a veces, por ser resonancias angustiosas en el aire, las oraciones alcancen cierta altura, evidentemente caen nuevamente acribilladas en la desolación y el desamparo hasta que la fe desaparece de la faz de la tierra. Los elegidos invocan el precedente de Amalec como justificación divina del presente genocidio. El profeta Samuel, siguiendo las presuntas instrucciones de su dios, decretó el exterminio de aquel pueblo enemigo. Ordenó a Saúl y sus huestes que no dejaran a nadie con vida, ya se tratase de los habitantes o de sus animales. De ahí que, al permitir que sus tropas sacrificaran los bueyes para celebrar su victoria, el jefe israelí de entonces cayera en desgracia al incurrir en el pecado primigenio de la desobediencia.
Aquella tribu monoteísta de antiguos esclavos egipcios se guiaba por el lema de temer a dios y guardar sus mandamientos. Se regían por un sistema de leyes, con sus premios y castigos, de cuyos cánones el amor estaba ausente. Resguardada por el ángel del temor, sus tormentos y tinieblas, la obediencia era la primera y última virtud del patriarcado hebreo. Se suponía que el código pétreo de su moralidad fuese la garantía de una justicia universal a prueba de personalismos y arbitrariedades históricas. No robarás. No matarás. No codiciarás los bienes ajenos. No darás falso testimonio ni mentirás… Nobles instrucciones para una existencia solidaria y una convivencia en paz. Pero el reptil nunca se bajó del árbol de la ciencia, cuya fruta ha envenenado la conciencia colectiva de ese pueblo. No matarás a los de tu estirpe, pero te está permitido exterminar a hombres, mujeres y niños de otras tribus. No codiciarás los bienes ajenos ni robarás dentro de tu comunidad, pero puedes codiciar y apropiarte de todos los bienes de los que no compartan tu identidad. No ofrecerás falso testimonio ni mentirás, excepto cuando sea conveniente para sostener tu honor e imagen ocultando la verdadera naturaleza de tus actos. De ahí que los sionistas se armen de virtud propagandística para camuflar el horror y la crueldad de su maquiavelismo fratricida.
Es demasiado presenciar esa cosecha diaria de difuntos, esos burros destripados, esos niños esqueléticos a los que matan de hambre, tanta vida sepultada en una vorágine de arena cuyo sacrificio despiadado clama al cielo. Porque no hay dios que justifique esos fines y esos medios. La soberbia y la codicia que culminan en el robo, el asesinato y la mentira son un billete de ida sin vuelta a los círculos más profundos y tenebrosos del infierno. La crueldad es su propia tortura. El que a hierro mata, a hierro muere. El materialismo imperante, con su visión nietzscheana supremacista, su lucha por la supervivencia darwiniana y su instrumentalización tecno-capitalista es la expresión de un etnocentrismo ideológico, militarista y desalmado. Este crimen contra la humanidad, perpetrado con el beneplácito de las élites económicas y políticas occidentales, marca el fin del régimen de la ley y la justicia internacionales. Ese orden ya no existe. Lo han hundido en la misma vorágine de arena que a los palestinos. Acaso no haya existido nunca. Acaso en nuestra ingenuidad utópica y altruista nos lo hayamos creído, cuando lo que hoy presenciamos es la realidad que oculta: la ley salvaje del más fuerte. Y así la barbarie reproduce su medievo y Dante vuelve a escribir sus versos, pero esta vez sin poder pasarse al purgatorio y mucho menos al cielo, pues a la entrada la esperanza se ha perdido.