Mohamed, un mozalbete de apenas quince primaveras, subió en una vieja balandra que esperaba en una desconocida playa de la mismísima África. Allí le acompañaba una caterva de desconocidos que también aguardaban su turno para embarcar, ¡parecía una tómbola! Los tipos se reían contando la edad que tenían, mientras nuestro personaje sabía bien que algunos eran realmente peligrosos, amigos de la yihad y enviados desde el Sahel.
El jovencito Mohamed había escapado de su casa sin más equipaje que su delirio, el teléfono móvil y un milagroso dinero que parecía llovido del cielo, ¡esto último será por lo del cambio climático! Recibieron prudentes instrucciones junto a la orilla, todo en boca de un buen empresario del delito y que son gentes que operan con la impunidad que les otorgan las absurdas rendijas legales.
—El procedimiento es sencillo, primero destruir la documentación, mentir con la edad y ocultar la nacionalidad, ¡así que a navegar!, dijo el traficante.
Se trataba de una embarcación que estaba diseñada para ochenta almas pero en la que perfectamente cabían otras cien. Iban todos hacinados, mirando sus pantallas, todos con un iPhone que, según el imaginario popular, es el verdadero emblema de la miseria moderna. Pero lo importante no es el modelo del teléfono móvil, en realidad es el sitio al que se quiere llegar.—¡Os darán de todo sin trabajar!, ¡dinero, casa, también chicas vírgenes…!, les dijo el buen empresario, y todos rieron.
Pero toda esta aparente ilusión no es más que simple escenografía enmascarada y artificial para huir de una guerra que no existe o, en otro caso, de una aparente falta de alimento. Todo forma parte de una obra teatral en donde el único drama quedó muy atrás, exactamente en la puerta de la casa de Mohamed, en donde unos padres lloran desconsolados por la ausencia del hijo que se fugó.
Sin duda la mayoría son jóvenes traviesos que no encuentran su hueco en la sociedad. Son rebeldes a quienes nada les place más que la aventura o la desobediencia. Otros, por el contrario, forman parte de un plan perfectamente premeditado que no tiene ni un buen nombre ni tampoco apellido. Porque, dígase lo que se diga, nadie que cumpla bien, que se instruya, que trabaje, que sea obediente, nadie que sea así se escapa de casa por nada. Los padres, ahora afligidos y completamente desolados, confían en que alguna autoridad —juez, fiscal, agente o militar— se digne buscar al niño perdido, pero todos sabemos que la esperanza, al igual que el sentido común, escasea.
Mohamed, entre tanto, caminaba a su destino en la costa esquivando gendarmes y militares con total calma. Se refugia donde puede o donde le dicen, y entretanto espera su turno para embarcar. ¡Cabo Verde no interesa, porque es África y allí no regalan nada! Mohamed y sus nuevos amigos —los jovelandeses— gastan su tiempo jugando al fútbol, tirados en la playa o chateando. Su familia, entretanto, sigue igual, sin tener ninguna noticia.
¡Por fin llegó el día! Subió a la barcaza y veía como un tipo bien fornido tomaba el timón. En la orilla algunos hombres armados daban la orden de subir. Los fueron colocando entre las tablas como piezas de ajedrez mal distribuidas, unos llenaban los primeros asientos y el resto iban ocupando huecos por el suelo. El miedo se apoderó inmediatamente de todos, aunque entre susurros corría el rumor de que en pocos minutos surgiría un barco español, saldría de la nada, y les recogerí frente a la costa.
—Posiblemente venga “Open Arms” o los de “Salvamento marítimo”, que son unos navegantes globales y resilientes con espíritu Magallanista quienes siempre están en busca de nuevas costas, —resolvió el patrón hablando en alto.
Esta noticia embargó a todos los “jóvenes” marineros. Entonces, el que parecía jefe de los buenos empresarios dio la orden de salir, al tiempo que miraba su teléfono móvil y señalando al Noroeste, arguye: ¡salid que ya están!
Partieron sobre las diez de la mañana y el sol estaba en lo más alto, no había nubes y la visibilidad era buena. Aunque los primeros movimientos fueron fuertes, poco a poco los menores se acostumbraron al bamboleo. Entre tanto ellos se acomodaban y tomaban fotos, hacían selfies e incluso grababan algunos videos para subir a sus redes sociales de Instagram o Tic-Toc, porque frente a la superpobreza y la supermiseria, que no falte la conexión a internet.
Apenas llevaban unos minutos en el agua cuando apareció, milagrosamente aquel barco con bandera española. El patrón de la barcaza de madera hizo señales y rápidamente se acercó el buque ONG. Sobre la cubierta varias personas miraban, llevaban chaleco y prismáticos. Otros hacían las veces de marineros y lanzaron un cabo que los unió. En unos minutos, sin existir peligro alguno, ni alarma, ni riesgo, ni hambre, ni naufragio, sin hallarse en problemas, subieron todos a bordo del buque en donde disfrutarían de un todo incluido con comida, bebidas, música y bailes, ¡viva la hospitalidad marítima!
Arribaron a España después de esquivar numerosos puertos que estaban muchísimo más cercanos, ¡pero en esos ni hay ayudas, ni tampoco están en los planes! Ya en tierra les espera una multitud que conoce bien su papel. Unos reparten mantas, otros toman fotos, muchas fotos, y algunos preparan los autobuses que les llevarán a su primer destino en donde podrán descansar del descanso. Algunos confían en que su futuro será un bonito resort, pagado por los ilusos soñadores españoles, con wifi, tiendas, dinero y muchas vírgenes que seguramente pronto dejarán de serlo —como decía mi difunto primo, ¡con ayuda o sin ella!—.
—No saber. Yo ser menor, declara Mohamed al uniformado.
Y con esto quedan resueltos todos los trámites. Ni un rastro de preocupación por sus padres, ni un punto de responsabilidad por su origen, ni interés absolutamente en nada. La policía ciega se limita a asentir, y que nadie se atreva a manifestar que es difícil conocer las circunstancias de un menor. Es triste, pero nadie cumple con la poca obligación moral que exige la honestidad y el decoro, nadie busca la forma de restituir a ese niño a su familia.
Llegó a España y el Estado, en su infinita benevolencia, lo internó en un centro de menores. —¡Ningún niño sin cama!, expresa alguna autoridad. Esto que bien parece una campaña de marketing, en realidad es simplemente una justificación. A nadie le importa que vuelva con sus padres, por lo que el internamiento se convierte en una forma de secuestro legal. Enjaulado como un animal, es como un simple trozo de carne que solamente sirve para justificar una disputa ideológica. Es un niño sin pensamiento, ni juicio, ni lucidez, ni raciocinio, es una víctima más de una trata que está perfectamente institucionalizada, aunque, esa vida que ahora parece de un mártir, en ocasiones se torna tormentosa y los querubines se convierten en auténticos demonios.
Al final, todo es dinero. El menor es dinero, el centro es dinero, los funcionarios son dinero, los intereses se representan con dinero, las ONG son dinero, los políticos son dinero, ¡todo es dinero! Nadie quiere solucionar nada y nadie busca la forma de restituir el niño a su familia que es donde verdaderamente tiene que estar.
Y aunque todo esto parece complejo, no podemos olvidar que junto a esos niños vienen otros. Que nuestra España está siendo invadida por miles de extraños que no comparten nada con nuestra cultura, gentes sin oficio ni beneficio, tipos que no piensan trabajar pero que comerán cada día ¡por las buenas o por las malas!, y entretanto, las autoridades nos distraen con insultos y señalamientos mientras que ellos se reparten el botín, unos a cambio de votos y otros por el dinero y la omnipotencia.
Esa es la clave de toda esta comedia: subvenciones, negocios, ventas y poder. Y en el ínterin, los gobiernos reteniendo a miles de menores sin haberse preocupado ni un instante de sus pobres padres, de esos desgraciados que continúan esperando con absoluta pena la vuelta de sus amados hijos.
¡Liberen a esos niños!¡Mándenlos a sus países! Que nadie diga que nuestro país ha convertido la acogida en una industria y la infancia en simple mercancía.