Dicha por un observador impertinente del Reino
Érase una vez —tal que mandan los cánones de una narrativa bienintencionada— en los aledaños de la capital de un envejecido Reino que antaño fue glorioso pero que ahora se tambalea entre decretos y despropósitos, vivía una joven llamada Isabela de Suso. Habitaba una casa modesta, extramuros del Palacio. Madrugaba mucho y trabajaba duro. Diariamente se instruía en la lectura lo más que podía y lo hacía hasta que las velas se consumían, pero en verdad su verdadera pasión era servir a su pueblo y ayudar a los vecinos.
Era incansable y lo demostraba cada instante. También, cuando el tiempo se lo permitía, tomaba cañas con sus amigos, a quienes apreciaba y respetaba. Isabel tiraba la cerveza con precisión milimétrica, pero más determinación ponía cuando se trataba de defender la libertad de los parroquianos, porque ella en los asuntos de la justicia mostraba más entusiasmo que un caballero templario.
Isabela no era una mujer al uso, no tenía hada madrina pero sí una vieja cornucopia parlante —que en este Reino era como tener un asesor con sentido común—. Cada mañana le susurraba: “Ayuda al comerciante”; “negocia con los Gremios”; “impulsa el conocimiento”, o también, “estate prevenida de los extraños”. Ella atendía de forma diligente y sin dudar, de manera que para sus vecinos era la mejor guardiana que podían tener y también la más dinámica de toda la villa, aunque en ocasiones recibía de sus afines malos consejos y el temor le hacía dudar.

Pero no todo eran alegrías en el Reino y como todo cuento necesita villanos, aquí van tres sombras oscuras, repulsivas y repelentes que no desentonarán en esta narración. Tres bichos feos acechaban desde las crapulosas oficinas del Gabinete de los Enredos: Machús Monteso, conocida como la Foca que aplaude, una criatura de sonrisa inquietante, gesto extraño y palmas compulsivas con las que convertía cualquier idea en un aplauso sin sentido; Violanda Píaz, la Retuerce Botas, una hechicera de mercadillo disfrazada de barbie sombría que se vestía con sedas y trasmutaba cualquier pacto en un ritual de caníbales; y por último Pereza Primera, también llamada la Dama del Ventilador, un ser antiestético y repulsivo, predicador del ecologismo absurdo, tanto que hasta los girasoles se daban la vuelta por vergüenza ajena.
Estas tres villanas odiaban a Isabela. Le incriminaban constantemente gritando como auténticas locas: ¡Una tabernera no puede tener más seguidores que nosotras!, decían mientras chapoteaban en sus ciénagas.
Un día, el Reino anunció el Gran Baile conocido como La Gobernanza. Aquí el Príncipe quiso aprovechar el evento para elegir a la nueva Consejera de Estado de Emergencias. Isabela, que escuchó el anuncio, quería asistir al baile, pero las villanas hicieron lo posible para prohibirle la entrada. Buscaban avergonzarla diciéndole: ¡Tú no tienes ningún vestido de gala, sólo llevas vaqueros y camisetas de pordiosera!, o también, ¡eres una palurda que vives fuera de la muralla!
Pero se acercaba la fecha del baile y cuando todo parecía perdido emergió de la nada el patriarca Pietro Saunez, un licenciado de promesas huecas que además se decía doctor. Era alto, falsamente hermoso, con los pómulos muy marcados, mirada ausente y voz crapulosa. Okupaba una gran casa en la que vivía de gorra junto con una esposa a la que nombraban dos y bailando, algún hijo, un consanguíneo que llamaban «El flautista de Davidlín», suegros, tíos, primos, amigos y demás familia. También tenía un cánido con gran pelambrera que siempre andaba fugado o comiendo de plato ajeno, lo nombraban Fuitdelmon y lo cuidaba un aciago zapatero remendón que era algo ladrón. Por su parte Pietro Saunez sermoneaba a las masas, aunque ya nadie le escuchaba porque hasta prometía que sanaba simplemente dando un abrazo.
Un día se acercó a la joven Isabela —de quien sabía que tenía conquistado al pueblo— con la sola intención de robarle algunas amistades y engañarles también con sus malas artes. Entonces dijo Saunez muy ufano: Querida Isabela, yo te llevaré al baile. Entre tanto mostraba una sonrisa malévola que olía por entero a fraude, pero Isabela conocía bien los antecedentes del tramposo Saunez. Por supuesto, Pietro le había ofrecido una carroza de cartón y un vestido cosido con hilos de mentiras. Ella aceptó el gesto con cortesía pero con la desconfianza de una mujer inteligente, porque Isabela no se dejaba engañar fácilmente.
En el ínterin apareció en escena un protervo malandrín, un tipejo cuya dudosa vida discurría embarcada en apaños y chanchullos. Conocido como Fénix del Ano. Era un personaje deshonesto y muy ambicioso, tanto que deseaba ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el funeral. En un despiste de todos y con la aquiescencia de su señor —el patriarca— dejó caer una vela encendida sobre el delicado vestido. Rápidamente prendió y se hizo una bola de “fuego inextinguible”. Se desvaneció la tela con la misma velocidad que se disipan los fondos del Estado. Entonces del Ano rompió con una fuerte carcajada que dejó visible su habitual y perverso gesto. Isabela lo miró con indiferencia y pensó, —¡cutre!
Isabela de Suso era mujer de buen carácter, muy hermosa, tanto que parecía una emperatriz. Era persona bien conocida y admirada. Todos sabían de sus buenas acciones y los vecinos le regalaron un hermoso vestido con el que acudió al baile. Allí le rogaron que dijese unas palabras y ella pronunció un discurso que aún resuena en todas las calles del Reino. Finalizándolo con el lema de las armas del linaje de los Suso: ¡Menos burocracia y más cañas!
El Príncipe no entendía nada, pero quedó cautivado. Quiso nombrarla Consejera Real de Estado de Emergencias y principal asesora, pero el patriarca Saunez, en un último intento de sabotaje intentó apartarla y simulando que le besaba la mano la empujó. Isabela fue rápida y le estampo en toda su cara un turbante que hacía las veces de servilleta y que estaba manchado con salsa de cerdo. Así logró que el ego del patriarca quedase completamente magullado.
Las tres villanas, encandiladas por Saunez, eran mujeres de grandes tragaderas y bastante torpes, así que en un intento de ayudar a su amo tropezaron entre sí con el criado Fénix del Ano. De repente, en una especie de coreografía digna de una comedia de enredos —como si se tratase de unas elecciones en la sede del partido socialista— se fueron al suelo los cuatro, entre tanto la Foca aplaudía sin saber por qué, la Retuerce Botas se enredó en sus encantamientos, y la Dama del Ventilador resoplaba como intentando apagar su propio aire. En cuanto al gesto del infamante Fénix del Ano, por casualidades de la ironía, hacía honor a su apellido.
Isabela triunfó y fue nombrada Consejera Real y el Príncipe le otorgó el título de Condesa de Ayusillo. Al tomar posesión de su cargo, quiso que su primer decreto fuese para satisfacción de sus vecinos y declaró:
—Sirvan vermut los domingos y respeten el tapeo como patrimonio nacional.
Y así, entre decretos, risas y sarcasmos, el viejo Reino encontró su equilibrio, sabiendo que a veces la verdadera magia no reside en los hechizos, sino en saber dónde está la gentuza y, sobre todo, tener el valor de decirlo.