Hay películas que no se ven: se regresan. Una especie de migración sentimental, como las cigüeñas de Alfaro, que vuelven siempre a su campanario aunque nadie las invite. Quo Vadis es una de esas criaturas obstinadas. Es típica de Semana Santa, fija en la programación como las procesiones o las torrijas, pero aquí está, apareciendo ahora, en plena Navidad, como si hubiera confundido el calendario litúrgico.
Y ahí estoy yo, arqueólogo de profesión y doctor en Historia por cabezonería vocacional, atrapado otra vez en el sofá, como si excavara un mosaico que ya conozco de memoria, mientras la televisión generalista decide que diciembre también merece su ración de péplum.
He perdido la cuenta de cuántas veces la he visto. Diez. Veinte. Cincuenta. A estas alturas, forma parte de mi biografía sentimental, igual que aquellos invierno tras invierno en los que la tele era un brasero emocional: uno encendía el aparato y aceptaba lo que viniera, sin plataformas, sin algoritmos y sin la angustia contemporánea de elegir entre mil opciones. Y aun así, cada visionado trae un matiz nuevo: una arruga distinta en el rostro de Nerón, un destello inesperado en la mirada de Lygia, un gesto de Robert Taylor que parece decir: “Javier, hijo, ¿otra vez?”.
Lo curioso es que, con los años, Nerón ha ido encogiéndose. No en la pantalla —donde Ustinov sigue siendo gloriosamente excesivo— sino en mi cabeza. De niño me parecía el villano perfecto: cruel, caprichoso, incendiario. El emperador que tocaba la lira mientras Roma ardía. Pero ahora, después de licenciarme, doctorarme, excavar ruinas y pelearme con fuentes primarias, lo veo más como un pobre hombre atrapado en su propia caricatura. Un artista frustrado con poder absoluto: la peor combinación posible, incluso para un casting de Hollywood.
Y aquí llega la parte divertida: Nerón ni siquiera está en el podio de los peores emperadores. Si uno compara, como buen arqueólogo, los estratos del desastre imperial, el ranking queda así:
• Cómodo, campeón indiscutible, dejó el Imperio como un jarrón etrusco después de una mudanza.
• Caracalla, especialista en masacres, convirtió la violencia en política pública.
• Calígula, maestro del absurdo, gobernó como si Roma fuera un teatro y él el único espectador.
A su lado, Nerón parece casi un becario con mala prensa.
Quizá por eso Quo Vadis me sigue fascinando. Porque no habla solo de Roma, sino de cómo fabricamos nuestros monstruos. De cómo la historia, el cine y la televisión se ponen de acuerdo para ofrecernos un villano cómodo, reconocible, útil. Y de cómo, a fuerza de repetirlo, acabamos creyéndolo sin matices.
Apago la tele. Roma deja de arder. Y entonces me asalta ese reflejo profesional que no consigo apagar ni en Navidad: Nerón no tocó la lira durante el incendio porque, para empezar, ni siquiera estaba en Roma cuando comenzó. Estaba en Anzio, y volvió deprisa para organizar refugios y ayudas. Pero la imagen del tirano cantando entre las llamas era demasiado buena para que la posteridad la dejara escapar.
Quizá por eso me hace tanta gracia verlo reaparecer, año tras año —o en esta Navidad despistada— entregado a su propio melodrama. Porque, al final, todos somos un poco Nerón: intentando sobrevivir a la versión que otros han escrito de nosotros, aunque la realidad sea bastante menos incendiaria y mucho más humana.