Cuando un medicamento llega al mercado lo hace con un nombre que, a primera vista, puede parecer fruto del azar o del ingenio comercial. Sin embargo, detrás de esa denominación hay dos realidades bien distintas que conviene no confundir: el nombre de marca, elegido por la empresa farmacéutica con fines comerciales, y la denominación genérica, común a todos los medicamentos que contienen el mismo principio activo. Comprender esta diferencia no es un detalle menor, sino una pieza clave para el uso racional del medicamento y para la seguridad de pacientes y profesionales.
El nombre de marca —también llamado nombre comercial— es propiedad de un laboratorio. Su función es identificar un producto concreto en el mercado y distinguirlo de otros similares. Por eso suele ser breve, sonoro y fácil de recordar. A menudo no dice nada sobre qué sustancia contiene el medicamento ni sobre su acción terapéutica. Esa falta de información no es un defecto, sino una característica inherente a la marca: su objetivo es comercial, no científico. Además, una misma sustancia puede comercializarse bajo múltiples marcas diferentes, tanto dentro de un país como entre países distintos.
Frente a esta proliferación de nombres comerciales se sitúa la denominación genérica, que todos los medicamentos comparten con independencia del laboratorio que los fabrique. En el ámbito internacional, esta denominación recibe el nombre de Denominación Común Internacional, o DCI. Es importante subrayar que incluso los medicamentos de marca tienen siempre una DCI asociada, aunque en ocasiones quede relegada a un segundo plano en el envase o en la publicidad.
La importancia de la DCI radica en que identifica de forma única el principio activo. Allí donde hay marcas distintas, la DCI actúa como lenguaje común. Para el médico prescriptor, el farmacéutico dispensador o el profesional de enfermería, la DCI permite saber exactamente qué sustancia se está utilizando, evitando confusiones y duplicidades. También facilita la comparación entre medicamentos y la selección del más adecuado en cada situación clínica.
Pero la DCI no es solo un nombre neutro. Desde los años cincuenta, la Organización Mundial de la Salud puso en marcha un riguroso programa para asignar estas denominaciones siguiendo criterios científicos y lingüísticos bien definidos. El procedimiento es largo y deliberadamente prudente. Las propuestas son examinadas por expertos internacionales, se someten a consulta pública y se comprueba que no entren en conflicto con marcas registradas. Solo tras superar este proceso la denominación pasa a ser recomendada y de uso universal. Como detalle importante en España, la legislación prohíbe asignar nuevas marcas que entren en conflicto con alguna Denominación Común Internacional.
Uno de los principios fundamentales de la DCI es su carácter informativo. Muchas denominaciones incluyen partículas comunes —los llamados stems— que indican la pertenencia del principio activo a un determinado grupo farmacológico. Este detalle, aparentemente técnico, tiene un enorme valor práctico. Por ejemplo, los medicamentos cuyo nombre termina en -pril pertenecen al grupo de los inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina, utilizados en el tratamiento de la hipertensión. Del mismo modo, la terminación -olol identifica a los betabloqueantes. Así, al leer la DCI, el profesional puede reconocer de inmediato la familia terapéutica y anticipar efectos, indicaciones y precauciones.
Este contenido informativo se pierde por completo cuando se utiliza solo el nombre comercial. De ahí que la defensa de las DCI no sea una cuestión ideológica ni administrativa, sino profundamente profesional. Las denominaciones comunes internacionales transmiten conocimiento condensado, fruto de décadas de experiencia y consenso científico. Renunciar a ellas equivale a empobrecer el lenguaje de los medicamentos.
Otro aspecto esencial es la lengua. Las DCI son internacionales, pero deben adaptarse correctamente a cada idioma. En el caso del español, ha sido necesario un esfuerzo específico de normalización para asegurar que las denominaciones respeten la ortografía y la fonética propias, manteniendo al mismo tiempo la coherencia con las versiones inglesa y francesa. A título de ejemplo el antiinflamatorio “diclofenaco” en inglés se llama “diclofenac”, la variación no es grande, aunque en español resuena mejor. Contar con DCI bien formadas en español no es un capricho lingüístico, sino una exigencia de claridad y seguridad, especialmente en un entorno profesional donde la comunicación precisa es vital.
En un mercado cada vez más complejo, con miles de especialidades farmacéuticas disponibles, las denominaciones comunes internacionales actúan como un ancla de racionalidad. Son patrimonio común, no apropiable, y garantizan que, más allá de marcas y estrategias comerciales, todos hablemos el mismo idioma cuando hablamos de medicamentos. Defender, y proteger, las DCI es, en definitiva, defender una tradición de rigor, de claridad y de buen hacer profesional que ha demostrado sobradamente su valor con el paso del tiempo.