Colombia está comenzando otra carrera electoral que parece una maratón, pero que, en realidad, siempre corre en círculos y vuelve al mismo lugar. Como todo país en el mundo, la cotidianidad se nutre de tensiones políticas. Es natural, dicen los politólogos, pero lo que no es nada, nada natural —aunque parezca parte del ADN nacional— es la incapacidad de discutir lo importante. Mientras los problemas estructurales crecen como guadua en invierno, la dirigencia se dedica a lo suyo: una guerra cotidiana de insultos, acusaciones y memes, en la que todos son gladiadores, pero ninguno llega al Coliseo.
En una esquina, con guantes rojos, el gobierno de Gustavo Petro y su séquito de convencidos ciegos que juran que el cambio es cuestión de paciencia… y de decretos. En el otro lado, con guantes azules, verdes y de otros colores, opositores profesionales que se despiertan obedientes y sumisos con la alarma del “todo está mal” y se acuestan repitiendo el mantra “esto con nosotros no pasaba”. Lo que se respira y necesita es un país con menos peleas de gallos y más soluciones, lejos de promesas recicladas y discursos con aroma de comedia.
¿Qué es la oposición? Giovanni Sartori —ese señor que aún aparece en los parciales universitarios de ciencia política— decía que la oposición es necesaria para la democracia porque evita el absolutismo. Y tenía razón: cuestionar es sano, pero en Colombia se eleva la crítica a nivel de pasatiempo en las redes y en los medios. Nadie propone, todos posan. Como dijo otro clásico, Norberto Bobbio, la democracia es un conflicto regulado. El problema es que en el país se reduce a trinos y podcasts incendiarios, mientras en la fila espera la realidad y el desconcierto.
En teoría, el opositor construye, fiscaliza, debate. En la práctica, es influenciador con micrófono y libreto que repite palabras que dañan y queman: “corrupción”, “populismo” y “castrochavismo” (esta última siempre rinde aplausos). Y no se salva el oficialismo: también tiene su dosis de cinismo, porque mientras predican justicia social, se enredan en sus propios escándalos. ¿La derecha robó? “Sí, todo el tiempo y son poderosos”. ¿La izquierda improvisa? “Sí, pero es con amor”.
Hace dos siglos, los liberales y conservadores se mataban en nombre de la patria. Hoy, se confrontan en Twitter (X) y otras redes, seducidos por el algoritmo. Antes disparaban balas; ahora es con el mayor número de Me gusta. La diferencia es que, en ambos casos, el país sigue igual: endeudado, corrupto y con la misma pregunta de siempre: ¿quién diablos gobierna para la gente?
La campaña que viene promete mucho más… de lo mismo. Cada debate será un ring, cada entrevista un reality, y cada escándalo un capítulo de la “telebovela” llamada “República en construcción”. Y lo más triste, o tal vez lo más cómico, es que después de tanto ruido, las propuestas caben en un post-it. “Lucharemos contra la corrupción”. “Generaremos empleo”. “Garantizaremos seguridad”. ¡Wow, qué innovación, que creatividad!
Mientras tanto, los problemas reales —educación, salud, trabajo, vivienda, agua, narcotráfico, desigualdad, violencia— siguen en la lista de espera, porque la prioridad es ver quién tiene el insulto más novedoso o el video viral del día. El resultado: una sociedad que se cansa, que desconfía, que deja de creer. Pero tranquilos, que los políticos no; ellos viven de sus privilegios y coimas. No se cansan. Ellos tienen energía para más años de discursos y promesas. La izquierda no pudo. La derecha tampoco. Y el centro no aparece.
Si algo deja claro esta contienda que apenas arranca es que la imaginación para insultar crece, pero para gobernar está en vía de extinción. Valgan los ejemplos del presidente Petro y del expresidente Álvaro Uribe Vélez, como lo ejemplos de mayor vergüenza ajena. Y como siempre, el espejo del pasado los condena, el presente incomoda y el futuro… ese, amigos lectores, sigue esperando entre caricaturas, memes, marchas y la incertidumbre de un pueblo que ya no sabe ni puede llorar ni reír.