Cuando fuimos peces

Catarsis en espacios de egregor: una travesía emocional

Hay lugares donde el alma se desnuda sin pedir permiso. Donde el cuerpo, aún quieto, vibra con la memoria de otros cuerpos. Donde el tiempo se curva y la emoción se vuelve río. En esos espacios, fui pez. Nadé en aguas invisibles, guiado por corrientes de alegría, belleza, dolor y ternura.

En la Plaza del Castillo de Pamplona, fui espuma. Me disolví en el júbilo de San Fermín, en el grito compartido, en la danza de mil corazones latiendo al unísono. La catarsis fue risa, vértigo, pertenencia.

Desde el Balcón de San Nicolás, en Granada, contemplé el amanecer frente a la Alhambra. Allí fui brisa. Sereno, suspendido, lloré sin tristeza. El egregor era silencio dorado, y mi catarsis, gratitud.

En la Piazza del Duomo de Florencia, fui mirada. Embriagado por la belleza, me dejé llevar por la geometría del asombro. La piedra hablaba, el arte respiraba, y yo me rendí a la perfección.

Jerusalén me atravesó como un relámpago. En el Muro de las Lamentaciones, en la Vía Dolorosa, en el Monte de los Olivos, fui eco. Sentí el peso de siglos, el dolor de todos, la luz de lo sagrado. El egregor era historia viva, y mi catarsis, reverencia.

En Petra y en la playa de San Antonio en Ibiza, fui horizonte. Las puestas de sol me envolvieron en melancolía y esperanza. Cada ocaso era una promesa, cada luz que se apagaba, una semilla de renacimiento.

Y en la Santa Capilla del Pilar, fui hijo. Frente a la Virgen, lloré con ternura. El egregor era amor maternal, y mi catarsis, entrega.

En todos esos lugares, sentí que no era solo yo. Que mi emoción era parte de una corriente mayor. Que fuimos peces, nadando en el mismo mar invisible, tocados por la misma luz.