Uno de los valores más honorables del ser humano es el de la hospitalidad, la acogida al viajero. Sin embargo, la práctica de la hospitalidad no pasa por su mejor momento en nuestro tiempo, por el auge de una ética economicista; el impacto de la globalización; el despiadado uso de la fuerza, y grandes migraciones humanas debidas a conflictos, hambrunas o crisis climática… Y hasta por el fomento del miedo al otro, como herramienta de negocio y lucha por el poder.
El valor de la hospitalidad fue sagrado en la cultura occidental. En la antigua Grecia, esta virtud estaba refrendada por los mismos dioses. Zeus, el más poderoso de ellos, se identificaba como Zeus Hospitalario, protector de extranjeros y suplicantes e incluso vengador de estos cuando se les maltrata o injuria.
En los textos homéricos descubrimos el papel esencial de la hospitalidad. En la Odisea nos resulta particularmente visible tanto en el periplo de Telémaco como en el de Ulises. La descubrimos en el viaje de Telémaco, el hijo del héroe; acogido por Néstor en Pilos y también por Menelao en Esparta. La vemos, asimismo, en Ulises; acogido por el rey Alcínoo en el país de los feacios y por el porquero, Eumeo en la propia isla de Ítaca.
Descubrimos una hospitalidad profunda. El huésped que recibe al recién llegado se entrega al viajero, al que respeta y honra. Le acoge en su casa; se interesa por su viaje, por su historia; le invita a la mesa junto a otros comensales, familiares o amigos. El encuentro entre el extranjero y el anfitrión cristaliza en una especie pacto o alianza que va más allá de la fría relación individual para trocarse en un sentimiento casi familiar.
La acción hospitalaria incluye a veces más que la comida y el lecho para reponer al viajero, sorprendiéndole con el ofrecimiento de dones, vestidos y compañía. Y no es esta una solidaridad clasista. La vemos en los palacios y en las cabañas de los más humildes: En la Odisea, por ejemplo, nos asombramos ante la magnanimidad del porquero Eumeo cuando recibe al desconocido andrajoso, al que alimenta y consuela, aun cuando no sabía que el recién llegado era su propio señor, Ulises, de regreso a Ítaca.
La calidad en la recepción del viajero trasciende la literatura de Grecia y Roma y se enraíza en nuestra cultura. En obras como El Quijote vemos reiteradamente la magnífica atención al transeúnte tanto en casas de hacendados como en cabañas de pastores. Los protagonistas de la novela -don Quijote y Sancho- son recibidos y atendidos en los montes y en las ciudades. Pero también ellos tienen una actitud benévola y abierta hacia los demás. Así, por ejemplo, el propio Sancho, cuando se encuentra con un grupo de peregrinos de Augsburgo, en el retorno de su estancia en la ínsula, no dudó en entregarle –pese a que no entiende lo que piden- la mitad de la hogaza y del queso que portaba.
España, un país hospitalario
Tal vez, el Camino de Santiago sea la mayor o una de las mayores muestras de hospitalidad de la historia de Europa. Con una dignidad similar a los pastores que acogieron a don Quijote y a Sancho; con una generosidad similar a la del porquero Eumeo, los vecinos de los núcleos rurales hispanos recibieron a millones de peregrinos a quienes dieron la más honorable de las acogidas, pese a ser esta una tierra cargada de pobreza.
La inmensa mayoría de los millones de caminantes hacia Compostela, lograron su objetivo merced a la caridad y la hospitalidad; una hospitalidad ejercida por los centros religiosos, las instituciones creadas la alta aristocracia y las monarquías, pero -sobre todo- por los pobladores de los núcleos rurales, donde atendieron al viajero en hospitales y casas particulares.

La solidaridad del humilde
En la literatura odepórica santiagueña asombra la práctica de la hospitalidad en los núcleos rurales de España; ensalzada una y otra vez por autores de todos los países. El peregrino italiano Nicola Albani –autor de un libro excepcional sobre su viaje, en el siglo XVIII- lo señala reiteradamente, al describir su largo periplo, de dos años, tres meses y veintiséis días de duración, por rutas de mar y tierra.
En el amplísimo relato del italiano, nos describe una España pobre, pero abierta al viajero. En los núcleos rurales Albani apenas recibe monedas, pero la gente le da lo que tiene. Compara España con Portugal y dice que en España la moneda es “como reliquia” por su rareza; pero la hospitalidad es excepcionalmente profunda. También advierte de la pobreza de la mayoría de los hospitales de peregrinos de los ámbitos rurales, por lo que él prefiere dormir en los pajares. A su paso por Arcos de Jalón hace una magnífica radiografía de esa hospitalidad popular:
“…Aunque en todos los pueblos de España hay hospitales, son tan miserables, que a veces los usan de porquerizos, pero aquí hay mayor caridad que en otras partes; porque en cualquier casa o pajar donde el viajero pide paja, leña o una vela, inmediatamente se la dan. Y particularmente a los peregrinos, los cuales son alojados por todos en sus casas sin ninguna dificultad, muy hospitalariamente, según las costumbres del país, y les dan de cenar por la noche de lo que comen, y la primera porción es para el peregrino que alojan en la casa, porque no hay pequeña caridad en toda España; aunque viendo la miseria que había allí, rara vez me quedaba en los hospitales y generalmente trataba de encontrar albergue en los pajares”.
¡Qué distinta aquella sociedad hospitalaria de la de hoy, en la que se predica por muchos la xenofobia, el odio al extranjero… sobre todo si es pobre y de otra etnia!
Cambian los tiempos, las costumbres y los valores, aunque pervive la memoria. Muchos pueblos del norte de España se han regido hasta épocas recientes –algunos aún se rigen– por el Concejo (el consilium romano); los asuntos de interés colectivo se regulaban por los vecinos; los arreglos de los caminos y espacios públicos se realizaban así (facendera); y también el sostenimiento de lugares para atender al transeúnte. Allí donde no había albergue, existía un representante vecinal encargado de atender al viajero y distribuir por turno su atención entre el vecindario.
En este sentido existía incluso un bastón del peregrino o bastón del pobre (recuerden que en la antigüedad se atendían en los hospitales a pobres y peregrinos); vara que se le entregaba al recién llegado para que acudiese con ella a la casa donde habrían de atenderle convenientemente. La costumbre pervivió hasta el siglo pasado. En los pequeños núcleos rurales el concejo solía elegir al representante encargado de la atención a los viajeros. Era él quien entregaba al recién llegado el bastón para que se presentase con él a determinado domicilio, donde le darían comida y alojamiento.
Escribo este artículo cuando un amigo, presidente de la Junta Vecinal de un pequeño lugar del interior de León, me anuncia que está estudiando recuperar aquella costumbre solidaria de tiempos pasados para fomentar la atención hacia los caminantes que pasan por el lugar, siguiendo una de las variantes del Camino Francés que describió en el siglo XV el autor de la primera guía para los peregrinos a Compostela, Hermann Künig.
También ha surgido este año un Premio Hermann Künig de Hospitalidad, destinado a distinguir a personas físicas y/o jurídicas destacadas en el ejercicio de la hospitalidad y la atención al peregrino (https://www.elcaminodekunig.com/recepcion-candidaturas-jurado-premio-hermann-kunig/); distinción honorífica, encaminada a realzar cada año algún ejemplo de generosidad y altruismo en la acogida.
Pese a ser tiempo de crisis, pervive el atractivo del valor de la hospitalidad. Afortunadamente siguen existiendo – y naciendo- centros de acogida tradicional, guiados más por un sentido ético que económico; así como personas e instituciones que dedican su tiempo a hacer llevadero el peregrinaje, especialmente para quienes tienen menores recursos
Es cierto que el ejercicio de la hospitalidad es ahora más difícil, pero esta sigue siendo un valor atractivo para el ser humano; porque esa virtud hace más grande al propio anfitrión, a la par que hace más llevadero el camino al extraño que llega ante él. Al final, uno y otro son seres frágiles, dependientes, con una existencia azarosa e incierta en la todos necesitamos algo de los demás.