Meditaba el otro día sobre el instinto humano que se remonta a la más remota existencia del hombre, al menos en este planeta, sobre su necesidad de que en alguna parte exista un ente superior y omnipotente al que adorar e implorar. Saltando de una religión a otra, de una época de nuestra historia a otra, tras analizar la evolución que en tantos siglos ha tenido lugar hacia unas facetas más espirituales, recordé la curiosa religión del cargo que nació de una manera muy poco espiritual. Los nativos de Papúa Nueva Guinea tenían, como en la antigüedad otros pueblos, la leyenda de que un día llegarían los antepasados para hacer feliz su vida aliviándoles del trabajo y trayéndoles objetos maravillosos. Ya en 1884 los alemanes habían establecido en Madang una colonia a la que llegaron inmediatamente misioneros. Durante 13 años no consiguieron bautizar a un solo indígena. Y coincidió que a finales del siglo XIX llegó a las costas de la isla un barco ruso científico con la intención de explorar la zona y que, para congraciarse con los nativos, sus ocupantes les regalaron hachas de hierro, metal que no conocían, cacerolas, telas y otros objetos muy comunes pero que para ellos eran casi mágicos. Los habitantes de la isla pensaron que aquello era la confirmación de su fe y que los rusos eran sus antepasados. Para reforzar esta creencia, los tripulantes del barco afirmaban ser lo que los aborígenes creían y tiraban en secreto al agua los cadáveres de los que fallecían estando allí explicando que su ausencia se debía a que habían vuelto al cielo. Desaparecen los rusos, pero al inicio de la primera guerra mundial fueron los japoneses los que fundan allí un destacamento con la consecuente necesidad de ganarse a los nativos para que no hubiera roces en un momento tan delicado. Así que de nuevo están allí los antepasados aunque con un color de piel y unas facciones diferentes. Los indígenas están un poco asombrados pero no importa, porque los alimentos y enseres vuelven a llegar a sus manos sin necesidad de trabajar ni esforzarse. De manera que su promesa sigue en vigor. Y esta vez los objetos son más sofisticados como cerillas y adornos desconocidos.
Posteriormente desaparecen los japoneses y hay una época de desconcierto ante un hecho tan triste como inesperado. Pero empieza la segunda guerra mundial y con ella la llegada de unos nuevos antepasados: los norteamericanos. Es la culminación de la profecía. En su origen los nativos esperaban que llegasen en canoa, posteriormente con los rusos y los japoneses, lo que esperaban era la llegada de los barcos de vapor. Y ahora llega lo más de lo más: aviones. Son los cargueros. Así llaman los antepasados a esas naves celestes. Es decir, ellos son los que traen el cargo desde el mismo cielo, de manera que a partir de entonces este será el nombre de su religión ya que, además, será el periodo más largo en que estas entregas tendrán lugar. Nunca el cargo había sido tan abundante, tan continuado, tan lleno de objetos asombrosos. Radios, chocolate, embutidos, latas de conserva con desconocidos alimentos, ropa, fusiles, munición, tabaco, cuchillos, sacos de arroz, zapatos……Se está acercando una era nueva en que antepasados y vivos convivirán en un mundo feliz en el que nada faltará sin ningún esfuerzo.
Pero. Siempre hay un pero en el paraíso. Acaba la guerra. Las circunstancias cambian y aquellos antepasados prácticamente dejan de llevar cargo. Hasta entonces no había importado el color de piel, más ahora sí es un problema. Algunos son fieles a Australia, su país, como el profeta Yali-wan, al que en premio a su fidelidad el Ejército Australiano nombra sargento mayor del ejército. Surgen las teorías entre otros profetas que afirman que los norteamericanos siguen siendo los antepasados pero que esconden el cargo solo para ellos. De manera que cuando la armada norteamericana instala un señalizador de hormigón, lo derriban convencidos de que este es el escondrijo. No da resultado. Pero no importa, porque los dirigentes religiosos llegan a la conclusión de que el rey de los Estados Unidos tiene el secreto y organizan una colecta en la que consiguen 7.000 dólares para que Lyndon B. Johnson, Rey de América, que es el que posee el secreto del cargo, se lo entregue a ellos. Nueva desilusión. La petición no da resultado. Posteriormente, revueltas, levantamiento contra los misioneros y las autoridades australianas se suceden sin conseguir apaciguar los ánimos, hasta por fin llegar a una paz intranquila en la que no se confía en el hombre blanco.
Sin embargo la creencia continúa a pesar de los esfuerzos del gobierno australiano y desde entonces hay una pista de aterrizaje en un alto de una montaña en la selva de Nueva Guinea con hangares levantados con troncos y techos de paja, una choza a modo de centro de comunicaciones, una torre de balizamiento de bambú y un avión construido con palos y hojas. Todo ello vigilado por un grupo de nativos que llevan adornos en la nariz y brazaletes de conchas y que encienden hogueras nocturnas para señalizar la posición. Algún día esos artefactos que pasan tan alto sobre sus cabezas verán el fuego, dejarán de extraviarse y la bendición de el cargo caerá de nuevo sobre ellos.
Esperemos que para que se cumpla la profecía no sea necesaria una tercera guerra mundial