Donald Trump ha vuelto a poner sobre la mesa una de sus ideas fetiche: los aranceles universales. Su propuesta de imponer tarifas a todas las importaciones —vengan de donde vengan— no es solo un ejercicio de nacionalismo económico, sino también un recordatorio brutal de nuestra dependencia global. El precio de esa camiseta, ese teléfono o esa pieza de recambio podría dispararse de la noche a la mañana por una decisión tomada al otro lado del océano. Lo que consumimos, usamos o incluso necesitamos para reparar algo no está en nuestras manos. Literalmente.
En las últimas décadas, la promesa de la globalización fue clara: eficiencia, variedad y precios bajos. Pero esa lógica también externalizó nuestra capacidad de hacer. Hoy no sabemos fabricar lo que usamos, ni dónde se produce, ni bajo qué condiciones. Lo supimos con la pandemia, cuando colapsaron las cadenas de suministro. Lo sabemos hoy, con cada nueva crisis geopolítica o energética. Y lo volveremos a saber si estas medidas proteccionistas se imponen.
Pero existe una alternativa. Frente a un modelo basado en la dependencia y el consumo pasivo, la fabricación digital propone otro camino: el de la autosuficiencia distribuida. Un modelo donde las personas, las comunidades y los territorios recuperan la capacidad de fabricar localmente lo que necesitan. Un modelo donde no hay que importar a granel si se puede hacer en casa, en el barrio, en la ciudad.
La fabricación digital —con tecnologías como la impresión 3D, el corte láser o el fresado CNC— ya permite diseñar, compartir y producir objetos en red, sin necesidad de fábricas gigantes ni infraestructuras centralizadas. Y lo más potente es que ese conocimiento se cultiva y se comparte en espacios como los Fab Labs, donde cualquier persona puede aprender a transformar ideas en objetos. Lo que antes era exclusivo de grandes corporaciones, hoy se democratiza: aprender a fabricar es también aprender a resistir.
Apostar por la fabricación distribuida no es solo una cuestión tecnológica. Es una decisión política, cultural y educativa. Es decidir que no queremos vivir a expensas de aranceles, guerras comerciales o monopolios tecnológicos. Es entender que la soberanía también pasa por saber cómo están hechas las cosas, poder repararlas, mejorarlas o replicarlas sin pedir permiso.
Quizá el futuro no esté en evitar los aranceles, sino en hacer que no importen tanto. Que cuando llegue el próximo anuncio desde Washington, Bruselas o Pekín, no nos pille mirando el etiquetado de lo que no podemos producir. Sino que estemos ya fabricando, distribuyendo y compartiendo, desde abajo y en red, un mundo más resiliente y más justo.