Siguiendo con la narración de episodios extraídos de los capítulos primeros de las Memorias aparecidas recientemente en Buenos Aires, me detendré a describir momentos vividos como colegial en esa lejana infancia transcurrida entre los años 1949 y 1956.
Al comenzar el año 1949 tenía apenas cinco años y mis días transcurrían entre el patio común de la casa colectiva en que vivíamos, el jardín adjunto a la Bombonera y algunas calles circunvecinas donde realizaba mandados a mi madre.
Pero todo ese paisaje idílico que representaba el mundo cotidiano cambió cuando llegó el mes de marzo…
¿Era significativo el cambio que me esperaba?
¡Pues sí!
Y lo era tanto, que llegó el día de iniciar las clases y se desató un terremoto en mi vida íntima.
Todavía o estaba preparado psicológicamente para salir al mundo donde impera “lo otro”.
Hasta ese momento había vivido bajo la constante protección bienhechora de mi madre y el gran útero que representaba la presencia permanente de los benévolos vecinos.
Pero desde ese día el escenario presentaba otro rostro…no tenía otra alternativa que sumarme al vasto enjambre de delantales blancos que entre las l3 y las 17 horas de cada jornada ingresaban con alegría al turno tarde del Colegio Almirante Brown para iniciar la formación educativa.
A diferencia de mis compañeros, no fue fácil la inserción en dicha institución, ¡sino todo lo contrario!
Desde el primer día de clases, al llegar de regreso a mi hogar, sentía un difuso malestar cuya causa no podía precisar… estado de incomodidad que fue acentuándose en el correr de las jornadas siguientes.
Al finalizar la primera semana de clases, le comenté a mis padres que no deseaba continuar concurriendo al establecimiento escolar, porque al hacerlo no podía concentrarme y extrañaba la casa materna.
En esa instancia, la primer medida que tomaron mis padres fue la de hablar con algunos vecinos mayores, que en grados superiores concurrían al mismo colegio, con la intención de lograr atenuar mi ansiedad y producir el efecto del “acompañante contra fóbico”, pero ese objetivo no se alcanzó.
Más tarde, intentaron tranquilizarme haciéndome acompañar por mi hermana Susana, doce años de edad mayor que yo, que en el recorrido de las cinco cuadras que separaban nuestro domicilio del colegio, se detenía a intercambiar saludos con conocidos, que por su simpatía eran muchos, mientras aumentaba mi inquietud, conociendo el punto de destino que me esperaba.
En un primer momento, su tarea finalizaba en la puerta de acceso al colegio, pero como esa técnica tampoco funcionaba, con la autorización de la Dirección del mismo, mi hermana pasó a formar parte del alumnado de primer grado B.
Pero su presencia tampoco solucionaba el problema, pues yo, para asegurarme que no había abandonado su asiento en la última fila, constantemente giraba mi cabeza y desatendía a la lección de la maestra.
Mis padres, después de la frustrante segunda semana escolar que padecí, comenzaron a preocuparse más seriamente, y decidieron adoptar una medida que a su entender sería la solución.
Ante su impotencia, se dirigieron al agente policial que habitualmente se encontraba de facción en la cuadra, personaje casi familiar en la vida del lugar por ese entonces, explicándole la situación que atravesaban, y en vista de lo expuesto, pidiéndole que se acercara hasta nuestro domicilio vestido con su clásico uniforme a efecto de impresionarme y reconvenirme.
El mencionado agente puso su mejor voluntad para conseguir el objetivo propuesto, pero tampoco tuvo suerte!
¡No logró convencerme de la bondad de su discurso!.
Al verlo ingresar en la recepción del humilde comedor de nuestro hogar, imagine cual era la causa de su presencia y mediante rápidos movimientos de cintura, no le permití acercarse hasta la posición en que me encontraba, lo que después de casi quince minutos de “juego” lo indujo a abandonar la empresa.
Sin embargo, después de retirarse de mi hogar, ya cumplido su frustrado papel disuasivo, algo sucedió en mi interior, algo que por no ser psicólogo no puedo precisar hasta el día de hoy, pero sin dudas operó para quebrar todas las resistencias opuestas por mi voluntad hasta entonces..
Súbitamente quedaron atrás las dos semanas y media de clases inconclusas en las que, al ingresar en la cuadra en la que se encontraba el colegio, comenzaba la patética escena de revolcarme en sus vereda, buscando regresar sin más, a “mi pequeña patria de entonces” (la casa materna) .
Lo paradójico del caso es que luego de ese traumático comienzo, que se extendió durante quince días, no falté a clases ningún día hasta culminar el ciclo 7 años después.
Hubieren lluvias, incluso inundaciones y estados febriles, fui siempre un asistente perfecto, un verdadero alumno sarmientino.
Ya adelanté que el ciclo escolar lo o comencé a cursar en el turno tarde, pero completé los dos últimos grados del mismo en el de la mañana, concurriendo de 8 a 12 del mediodía.
Que diferencia pedagógica abismal encontré entre los maestros que ejercían la docencia durante la mañana y los que cumplían la misma tarea en los cursos vespertinos.
Parecían haberse formado en distintas épocas y creo que, de hecho así debía ser, tanto por su comportamiento personal como por el nivel de preparación para ejercer la docencia que mostraban.
Expuestas las circunstancias inusuales en que comencé mis estudios primarios, solo resta trazar una sintética panorámica de quienes acompañaron en el campo de la educación mis días.
Al comenzar el primer grado me encontré en el aula frente a una maestra de voz estentórea y porte intimidante.
Al observar su presencia física y los desplazamientos dentro del perímetro de la amplia sala,desde mis cinco años…enmudecía.
Solo llegué a conocerla por su nombre de pila… era “señorita Julia”.
La altura superaba los 185 cms, en tanto que su peso se acercaba a los 90 kilogramos.
Calzaba siempre zapatos de medio taco, indispensables para soportar tal peso y también gafas permanentes.
Culminado el año escolar, debo decir que no dejo huella alguna en mi formación educatival, aunque si un recuerdo poco agradable.
No estaba ligado a los protocolos escolares, aunque quizás formara parte de su particular método pedagógico.
Una tarde en que nos encontrábamos liberados momentáneamente de su presencia, porque se había dirigido por motivos personales a la Dirección de la institución, de pronto ocurrió algo inesperado.
Desde un parlante instalado en la pared central del aula en la que nos encontrábamos, empezaron a escucharse notas musicales que desconocíamos.
Al comienzo nos sorprendimos y luego, al extenderse por algunos minutos, fueron generando reacciones diversas entre mis compañeros
La mía consistió en invitar al compañero de banco, que se llamaba Julio Agosto (así se llamaba!) a danzar en modo de vals y tan felices nos encontrábamos en el juego, que no alcanzamos a advertir el regreso de la señorita a la clase.
Después de ingresar al salón y observar ese espectáculo inesperado, no tuvo mejor idea que acercarse hasta el pizarrón, tomar el borrador más cercano que se encontraba a su alcance y arrojarlo contra nuestras cabezas que por fortuna no fueron alcanzadas, al tiempo que nos recriminaba nuestra acción porque mediante la misma, ¡estábamos faltando el respeto al Himno nacional!
Ese es el vivido recuerdo que conservo de aquella primera maestra a la que llamábamos “señorita Julia” que utilizaba ese método “sui generis”, ¡olvidando que teníamos apenas entre cinco y seis años en ese momento!
No me fue mejor al cursar el grado siguiente, primero superior, pues la maestra asignada, la señora de Bucich, de edad muy próxima a su jubilación, tenía poca paciencia después de décadas de docencia y pasaba más tiempo en reprocharnos actos inocentes que en enseñarnos e ilustrarnos en los tópicos del curso.
Más suerte tuve al llegar el año siguiente, 1951, cuando fui alumno de la señorita Aguiar.
Era dicha maestra una mujer de unos 50 años de edad, de baja estatura y rostro levemente ganado por la rosácea, en el que siempre parecía asomar una sonrisa cálida y comprensiva.
En mi caso particular, después del traumático ingreso, su presencia representó empatía y protección.
Más allá de esta bondadosa maestra, en el ámbito docente todo es vacío en mi memoria acerca de los días vividos en el turno vespertino.
En cuanto a los compañeros que tuve en esos tempranos años, casi todos ellos provenientes de familias proletarias o de clase media empobrecidas, recuerdo con toda nitidez solo el nombre de uno de ellos, que llegaba diariamente al colegio en zapatillas y un guardapolvo completamente gastado por el uso y siempre sonreía, cuyo apellido era Pasión.
Vivía en condiciones precarias junto a su madre en el viejo Hospital Argerich intrusado por familias pobres en los años 40 del siglo anterior
Estaba dotado de una inteligencia superior y con los años me pregunté muchas veces cual habrá sido su destino vistas las pobres condiciones materiales que habían marcado a fuego su vida
Vaya mi homenaje a esa inteligencia superior.
Al cambiar el turno escolar, me pareció entrar en otro planeta
Cursé solo los dos últimos grados en el mismo, pero alcancé a disfrutar como maestro de grado al mejor de todos los que me fueron asignados a lo largo del ciclo de siete años.
Se llamaba Jorge (o quizás Oscar) Monteferrante.
Debía tener alrededor de 35 años de edad cuando cursé el quinto grado bajo su dirección.
Físicamente era de figura agradable, piel blanca y cabello oscuro; su rostro lucía un cuidado bigote que se me ocurre buscaba trasmitir autoridad; bajo su blanco delantal vestía con estilo y sobriedad.
Utilizaba siempre calzado con suela de goma, que en esos tiempos eran propios de las clases medias.
Pertenecía a esa nueva generación joven formada en la excelencia pedagógica y durante el año 1955, bajo su magisterio comencé a descubrir el dulce sabor que trasmitían los dones de la educación.
Enseñaba con entusiasmo las materias que dictaba cada semana y los días viernes, evaluaba a sus alumnos sometiéndolos a pruebas y rankings de calificaciones.
Ese método de calificación estimulaba nuestra contracción al estudio y se suscitaban en el aula sanas disputas por ocupar un puesto destacado en el ranking de cada periodo.
Constituyó el primer modelo de identificación ético y cultural de mi infancia!
Sobre este maestro, tardíamente (en el año 2023), mientras terminaba de corregir el texto de las Memorias y decidí, con la intención de corroborar datos de los lejanos días vividos en común, recurrir a la memoria de un amigo íntimo, el cineasta Juan Bautista Stagnaro,, que filmó algunas memorables películas de nuestro cine nacional tales como “El camino del Sur”, “Casas de Fuego” y “Fontana, la frontera interior”, y por añadidura es padre de Bruno, el director fílmico del “Eternauta”, razón por la cual le di cita en una mesa de café de Vicente López, donde me hizo un comentario que me llenó de asombro y aumentó aún más mi admiración por su figura..
El motivo central de nuestro encuentro, en esa ocasión, tenía por objeto dilucidar si el nombre de pila del mentado maestro era Oscar o Jorge, y en ese sentido mi deseo no pudo verse satisfecho, porque tampoco lo recordaba con exactitud él, que había sido un excelente alumno de su curso y creyó tenerlo registrado en una vieja libreta de calificaciones que conservaba…pero en cambio, el encuentro sirvió para que pusiera en mi conocimiento un gesto de infinita generosidad y desinterés que aquel maestro ejemplar había tenido con un conjunto de ex alumnos suyos cuando debieron enfrentar el desafío de ingresar al ciclo secundario que exigía la aprobación del examen de admisión previo.
En efecto, en medio de la charla, Stagnaro me señaló, que cuando finalizó el ciclo primario y debió recurrir, como otros compañeros que se encontraban en similar situación, a los servicios de un docente idóneo que lo capacitara para superar el escollo del ingreso,. se encontró en un verdadero dilema, pues su familia no disponía de los recursos económicos necesarios para costear la preparación requerida y en conocimiento de esa circunstancia, apareció el noble maestro, ofreciéndose espontáneamente a hacerse cargo de la preparación “ad honorem” de todo el grupo
Fiel a su verdadera vocación docente, la capacitación de algunos alumnos cuyos padres no se encontraban en condiciones económicas de afrontar la paga de los cursos especiales que se dictaban al efecto, la consideró parte de su apostolado educativo y actuó en consecuencia.
¡Oh…maestro inmortal!