Piedradura

Don Emilio Mínguez

Hace algunos años conocí al académico español doctor Emilio Mínguez. Conocí al profesional riguroso, pero también al padre de familia y al hombre formado en una tradición intelectual exigente, donde el saber no se exhibe como un adorno, sino que se ejerce como una responsabilidad. Hay figuras que llegan a una institución sin estridencias, casi en silencio, y que, sin embargo, terminan alterando su rumbo de manera positiva. Solo con el paso del tiempo se comprende que aquellas decisiones prudentes, aquellas conversaciones serenas y aquella comprensión moderna del mundo marcaron el instante en que la universidad dejó atrás una etapa y se atrevió a iniciar otra. Así ocurrió con la llegada del doctor Mínguez a la Universidad del Caribe.

Su nombramiento no fue un simple relevo administrativo. Fue el inicio de una fase decisiva en la que UNICARIBE consolidó su identidad y avanzó hacia una idea de universidad acorde con las exigencias futuras de la sociedad dominicana. No todos los rectores dejan huella. Algunos transitan el cargo como quien cumple un trámite. Otros, los menos, imprimen a la institución una energía intelectual y humana que persiste aun cuando ya no ocupan la rectoría. Emilio Mínguez pertenece a esta minoría.

Desde el primer momento, quienes trabajamos con él percibimos una virtud poco frecuente en la academia contemporánea: la armonía entre el rigor científico y la calidez personal. Su autoridad no necesitaba imponerse porque emanaba de una sólida formación intelectual y de una experiencia académica ampliamente probada. Tuvo en su paso por la rectoría, una mirada abierta al mundo, capaz de renovar sin arrancar raíces, de modernizar sin traicionar la visión del fundador. Esa combinación, rara y valiosa, convirtió su rectorado en algo más que una función administrativa: fue una etapa de claridad, orden y avances sostenidos.

Cuando el canciller José Alejandro Aybar confió en él, algunos interpretaron la decisión como audaz. En realidad, fue una lectura certera del momento que atravesaba la universidad. UNICARIBE necesitaba a alguien capaz de articular su vocación nacional con las exigencias de las grandes tradiciones académicas europeas. Pocas trayectorias respondían mejor a ese desafío: ingeniero y catedrático formado en la Universidad Politécnica de Madrid, investigador reconocido, director de escuela, vicerrector y referente internacional en el ámbito de la energía nuclear.

Sin embargo, reducir su aporte a una biografía brillante sería no entender lo esencial de aquellos años. Su legado más profundo reside en su concepción de la universidad como un organismo vivo, llamado a crecer, a cruzar fronteras, a dialogar con el mundo y a ofrecer a los estudiantes algo más que respuestas inmediatas. Desde el inicio fue evidente que no venía a administrar lo existente, sino a preparar lo que aún no existía.

Lo que más sorprendió a directores, decanos, docentes y colaboradores no fue su solvencia técnica, sino su humildad personal. Escuchaba con atención y sin prisa, con el respeto de quien sabe que la inteligencia se ejerce mejor en la conversación que desde un pedestal. Para muchos profesores, habituados a jerarquías distantes, su trato cercano devolvió vitalidad al espíritu universitario. No imponía: persuadía. No temía la crítica: la promovía. Defendía con firmeza, apoyado en la experiencia de quien ha conocido diversos sistemas educativos, que la universidad solo progresa cuando se atreve a examinarse a sí misma.

Otro pilar de su rectoría fue su visión contemporánea del mundo. En una época en que la educación superior suele aferrarse a modelos agotados, Mínguez comprendió que UNICARIBE debía avanzar hacia la interdisciplinariedad, la innovación permanente, la sostenibilidad, la investigación rigurosa y la apertura internacional. Bajo su liderazgo se fortalecieron alianzas estratégicas, se impulsaron proyectos de investigación, se amplió la presencia global y la universidad comenzó a pensarse como una plataforma de talento nacional conectada con los desafíos de su tiempo.

Durante esos años, la universidad mantuvo su curso y, al mismo tiempo, se transformó. No solo a través de grandes anuncios, aunque los hubo, sino en la vida silenciosa de las aulas, en el ánimo renovado de los profesores y en la ambición creciente de los estudiantes. Fue un período de productividad académica, orden institucional y apuesta sostenida por la calidad, guiado por la convicción de que la educación debe ser flexible, inclusiva y exigente. La huella que deja Mínguez, ahora desde el Consejo Consultivo, es la de una rectoría que fortaleció los cimientos en el momento más oportuno.

El tiempo ofrece la perspectiva necesaria para juzgar ciertas decisiones. Hoy resulta evidente que el canciller Aybar no se equivocó al confiarle la conducción de UNICARIBE en una etapa crucial: su consolidación como universidad madura, respetada, abierta al mundo y consciente de que la excelencia no es un punto de llegada, sino una práctica cotidiana.

Quienes lo trataron de cerca saben que no hablamos solo de logros institucionales, sino de algo más delicado y duradero: la construcción de un clima de confianza. Mínguez no dirigía desde la distancia ni a través de formalismos burocráticos. Dirigía con una combinación de rigor y cortesía que hacía sentir a todos parte de un proyecto común. Bajo su guía, los profesores se sintieron valorados y acompañados. Muchos recuerdan reuniones en las que, lejos de exhibir autoridad, invitaba a pensar con mayor profundidad, a elevar el nivel y a defender la universidad como un bien compartido.

En tiempos marcados por turbulencias tecnológicas, dilemas éticos y desafíos globales, figuras como Emilio Mínguez recuerdan que el progreso universitario depende, como siempre, de la calidad moral e intelectual de sus líderes. Su paso al Consejo Consultivo inaugura otra etapa, distinta pero no menos influyente. Deja la gestión cotidiana, pero no la brújula ética ni la visión de largo plazo.

Su rectoría fue una etapa luminosa para UNICARIBE: el momento en que las ideas justas encontraron al hombre indicado y la universidad aprendió a avanzar con paso firme hacia su porvenir. Porque el futuro, como él demostró, no se improvisa. Se construye cada día con lucidez, decencia y convicción.