Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) es una de las figuras más representativas y versátiles de la poesía española actual. En 2025 ha sido galardonado con el XXXIV Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que otorgan conjuntamente Patrimonio Nacional y la Universidad de Salamanca desde 1992.
Este reconocimiento corona una obra poética que se distingue por su capacidad para articular la tradición humanista con la sensibilidad contemporánea, en un lenguaje que fluye entre el lirismo y la ironía, entre la solemnidad de los mitos grecolatinos y la cultura de masas. Licenciado y doctor en Filología Clásica, De Cuenca ha construido un universo literario donde conviven Ovidio y Conan el Bárbaro, Homero y los rótulos de neón, la épica y la melancolía cotidiana.
Como ha señalado Jon Juaristi, Cuenca es un “minor poet” en el sentido anglosajón del término: un poeta que elige deliberadamente los escenarios cotidianos, los amores fallidos, los cines de barrio y las noches solitarias como materia poética. Lejos de los grandes gestos épicos o las posturas existencialistas, su lírica propone una mirada irónica y desencantada del mundo, pero también profundamente lúcida. En su poética conviven las referencias mitológicas con la cultura pop, y los hexámetros latinos con los letreros del metro de Madrid.
La evolución de su obra puede dividirse en dos grandes etapas. La primera, de corte claramente culturalista, se caracteriza por la densidad simbólica, el uso de referencias clásicas y un estilo más críptico. Es en esta fase donde encontramos poemas como La chica de las mil caras, que se erige como paradigma del eterno femenino en clave mitológica:
“Hoy han sido las costas de Islandia,
la Edda de Snorri y la promesa de Winland...
Hablas en verso, como Ovidio y Lope,
como el precoz escaldo Egil Skallagrimsson.”
La mujer amada, aquí, es tanto figura real como alegoría del deseo, del saber mítico, del lenguaje y del peligro. Su cuerpo se compara con un “brote de espinas”, pero aun así —o precisamente por eso— es deseado, buscado, temido.
A partir de los años ochenta, Luis Alberto de Cuenca se adentra en lo que él mismo ha llamado su etapa “clara”. Se trata de una poesía menos hermética, más narrativa, donde el escenario urbano cobra protagonismo y el lenguaje se vuelve más directo sin perder elegancia ni profundidad. En esta etapa, Cuenca expresa que es posible se puede ser culto y al mismo tiempo lograr expresar la idea en el poema claramente. Es también el momento en que se afianza una tendencia claramente influenciada por la antropología de la cultura: su poesía indaga en la manera en que los símbolos cotidianos, incluso triviales, construyen las grandes ficciones humanas —el amor, el poder, la identidad, la memoria—.
Sus poemas abordan temas como el fracaso amoroso, el sexo sin ilusiones, el paso del tiempo, la ciudad como teatro de lo humano. El lenguaje es sobrio pero sugestivo, cargado de una ironía que nunca se desvincula del dolor, y que convierte incluso los fracasos más íntimos en piezas de un fresco vitalista.
Luis Alberto de Cuenca ha sido también ensayista, traductor y gestor cultural. Su trabajo como investigador de los clásicos no se queda en el ámbito académico: permea toda su producción poética y la convierte en una suerte de puente entre el mundo antiguo y la sensibilidad contemporánea.
En tiempos donde la poesía oscila entre lo hermético y lo banal, Cuenca representa una tercera vía: la del poeta que se toma en serio tanto la tradición como la vida cotidiana, y que sabe que escribir versos es también una manera de pensar el mundo.