Poéticas de la inteligencia

Alicia Reyes y la herencia de la palabra

Alicia Reyes, poeta por linaje y por vocación, ha hecho del diálogo con la memoria de su abuelo, Alfonso Reyes, un acto de fidelidad amorosa y una forma de comprensión del tiempo. No se trata, en su caso, de la nostalgia vacía que encierra el pasado en una urna sentimental, sino de una lectura activa, lúcida y afectiva que convierte el legado de Reyes en presencia palpitante. Desde su escritura, Alicia recoge la palabra del sabio, la reanima y la entrelaza con su propia voz, afirmando que heredar es también recrear.

En su poema Alfonso Reyes, Alicia traza un recorrido lírico por la vasta obra de su abuelo, pero lo hace desde una temporalidad viva, existencial. “Al Deslinde me voy / Obras completas / dejando a un paso atrás / la Constancia poética”, escribe. El verso señala un desplazamiento: no una clausura, sino un viaje hacia la comprensión. A través de títulos emblemáticos —Visión de Anáhuac, Ifigenia cruel, Última Tule, Pasado inmediato— la poeta nombra los libros y los habita. El poema es una caminata afectiva y simbólica por los territorios de la obra, convertida en mapa de la memoria y espejo de su identidad.

Su evocación no es lineal ni rectilínea. Alicia Reyes, sin proponérselo, se inscribe en la estética de lo inesperado que Charles Baudelaire relacionó con la belleza: “La irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa o el estupor son elementos esenciales y característicos de la belleza”. En el poema, la acumulación de títulos, la superposición de imágenes y voces, los guiños culturales y las referencias familiares conforman un entramado irregular y vivo, que más que reconstruir un archivo, lo ilumina desde dentro. Lo bello no es aquí orden, sino intensidad emocional.

Pero tal vez lo más profundo de este vínculo no esté en lo literario, sino en lo ontológico. Como Heidegger, para quien el tiempo no es algo que simplemente pasa, sino la estructura misma del ser, Alicia Reyes vive a su abuelo como parte de su propio Dasein. Alfonso Reyes no está en el pasado; es lo ya sido que configura su ser-ahí, su estar en el mundo como sujeto de la palabra. Su poema no es un homenaje sino una reapropiación del tiempo heredado: “el 9 de febrero aún me acecha”, escribe, aludiendo a la fecha de la muerte del general Bernardo Reyes. Pero el verbo acechar no es aquí amenaza, sino insistencia de lo eterno, latido de una presencia que no cesa.

En su ensayo sobre Shakespeare, en el Oficio de vivir, Cesare Pavece afirmaba que el dramaturgo inglés “cuenta y canta indisolublemente, único en el mundo”. Podríamos decir lo mismo de Alicia: en su escritura, la memoria se canta y se cuenta, indisolublemente. Ella no se limita a custodiar un archivo: dialoga con él, lo interroga, lo continúa. Su gesto no es el de la conservación, sino el de la reescritura: hacer del legado una posibilidad viva, no un monumento.

Así, entre El deslinde y Obras completas, entre la Edad ateniense y el Árbol de pólvora, Alicia Reyes construye un modo singular de habitar la tradición: el de quien hereda con amor, pero también con lucidez crítica. Su poesía no es un eco pasivo, sino una resonancia vital que devuelve a Alfonso Reyes —ese “último humanista” según José Vasconcelos— su dimensión más íntima y entrañable: la de abuelo, maestro, compañero de rutas interiores.

En esa fidelidad poética, en esa manera de tocar el tiempo, Alicia Reyes se sitúa en el horizonte de Heidegger: ahí donde el pasado no es un recuerdo, sino una forma del ser que aún nos constituye. Por eso, para ella, la literatura del abuelo no es una lectura académica, sino un latido compartido. Como si en cada verso escrito o leído, la voz de Alfonso Reyes volviera a pronunciarse desde un lugar invisible pero eterno: la morada del amor que no se pierde.