Siempre que se acaba el mes de agosto, vuelve a la mente de la afición la figura de José Cubero Sánchez, el Yiyo. El impacto que supuso su muerte en la plaza de toros de Colmenar Viejo, aún sigue vivo en el recuerdo de tantas personas que lo contemplamos detrás del cristal de aquellas televisiones en blanco y Negro de los años ochenta.
La repetida secuencia de la cornada por la espalda y hasta la cepa, el rictus facial que se le quedó de forma inmediata, las reacciones de compañeros, cuadrilla y público; decían a las claras que allí había ocurrido algo definitivo: la muerte de un torero. Muerte que se había hecho presente con la diferencia de un año escaso, en la gran figura que era en aquel momento Francisco Rivera “Paquirri”. Muerte de la que Yiyo, fue testigo de primera fila, tanto que tuvo que acabar con el toro que propinó la cornada mortal a Paquirri.
Yiyo murió un viernes, al día siguiente -sábado por la noche- el emblemático espacio televisivo Informe Semanal, emitió un estremecedor programa sobre todo lo acaecido en la muerte, el velatorio en su casa de Canillejas y el entierro de joven torero madrileño, nacido en Francia. El sublime realismo de dicho espacio televisivo, no apto para cardíacos; dejaba claro que el toreo es verdad, es vida y también es muerte. Este y otros muchos casos nos permiten verificar que el toreo, también es vida después de la muerte. Sin embargo, no se agotó el espantoso realismo en aquel reportaje, también aparecieron fotografías escalofriantes, como la de la ambulancia, repostando en una gasolinera con el torero muerto en su interior.
Episodios tan duros, ha hecho comprender que la vida cuando se contempla desde la ladera de verdad, duele, pero no ofende; y que aquel torero forjado en lucha y contratiempos, hasta con su muerte generaba gloria y grandeza.
José Cubero fue primer fruto, de la fructífera- a posteriori- escuela de tauromaquia de Madrid. Lideró la terna denominada comercial y artísticamente “Los Príncipes del toreo”. El tomar la alternativa a los 17 años no le supuso ningún visado al estrellato; los altibajos y el pisar la cuerda floja a riesgo de caerse, fueron una constante en el inicio, como matador. Pero siempre mantuvo el interés de la afición y la profunda admiración de sus compañeros de la escuela; como contaba José Miguel Arroyo “Joselito”, de las ganas que le entraron a todos de arrimarse a las becerras, viendo llegar al Yiyo, a la escuela con un flamante chándal recién estrenado.
Si la puerta de la sustitución, en San Isidro de 1983 le abre el camino del triunfo y le pone en las ferias, esa misma puerta le hace encontrar la muerte, en la noche cerrada de verano, del ochenta y cinco; cuando viniendo de Calahorra le para la guardia civil con el encargo de ponerse en contacto con la empresa de Colmenar para sustituir a Curro Romero. En el momento de su muerte estaba en la senda de la gloría, para cuajarse en breve en figura del toreo. Su nombre se quedó colgado para siempre de los carteles de Salamanca anunciado con Antoñete y Espartaco para matar una corrida del hierro de la fatídica ganadería de Sayalero y Bandrés; también en Palencia lo esperaban Manzanares y Robles, con toros de Bohórquez que nunca llegaron a sus telas. Cómo quedó en eterna espera, el doblete anunciado en Albacete, para matar Buendías junto a Damaso y el mayor de los Campuzano; y de nuevo los toros de Bohórquez, que nunca llegaron a embestirle en una tarde, que alternaría con los salmantinos Capea y Robles. Aquel torero de ferias, dejó para siempre la impronta del príncipe que estaba empezando a reinar. Un reinado rotundo, simbolizado en su majestuosa estatua, que preside los aledaños de su plaza de las Ventas.