Preparando un reportaje histórico me tropiezo con un personaje que parece escapado de una película de Berlanga, de esas donde la tragedia se disfraza de costumbre y la risa se cuela por las rendijas del espanto. Un artista involuntario, un virtuoso de lo macabro: el funcionario del garrote.
En la España del XIX, la burocracia no solo tramitaba papeles: también ajusticiaba. El burgalés Gregorio Mayoral Sendino convirtió la pena de muerte en un trámite administrativo, casi doméstico, como quien sella un formulario o archiva un expediente. Su gran día —si es que un verdugo puede tener uno— fue el 20 de agosto de 1897. Ejecutó al anarquista Michele Angiolillo, asesino de Cánovas del Castillo. Subió los doce peldaños del cadalso con la serenidad de quien acude a una ventanilla. Giró la manivela. Dos segundos. Paño negro. Caso cerrado. La muerte como un sello de caucho estampado sobre la historia.
El empleo más estable
Nació pobre. Pastor, zapatero, albañil. Oficios que dejan las manos ásperas y el alma en silencio. Hasta que un abogado le ofreció un puesto del Estado: 1.750 pesetas al año. La madre lloró, quizá porque intuía que aquel sueldo llevaba un precio que no se pagaba con monedas. Él firmó. “Cumplir órdenes”, repetía. Y cumplió. La estabilidad laboral, aunque fuera a costa de gargantas ajenas, era un tesoro en un país donde la miseria mordía más fuerte que la moral.
El mecánico del garrote
No se conformó con el aparato oficial. Lo mejoró, como quien afina un instrumento. “No hace ni un pellizco ni un rasguño”, presumía. Tres cuartos de vuelta y asunto resuelto. Llevaba sus herramientas en una maleta que llamaba “la guitarra”. España podía dormir tranquila: morir era rápido y casi indoloro. Innovación aplicada al cuello. Y él, orgulloso, como un luthier de la muerte que ajusta tornillos para que la última nota suene limpia.
El abuelo del gremio
Cuarenta años de oficio. Sesenta gargantas. El crimen del Expreso de Andalucía incluido. Sus colegas lo admiraban. Lo llamaban “el abuelo”. Él dormía como un lirón, quizá porque la conciencia, cuando se acostumbra, se vuelve un animal manso. Solo soñó una vez que otro manejaba el aparato. “Creí que me habían dejado cesante”, dijo. El drama del funcionario español: perder la plaza fija incluso en el infierno.
El final del verdugo
Viudo, pobre, al cuidado de su nieta Paquita. Las mismas manos que apretaron cuellos la peinaban para ir a la escuela. Hay ternuras que brotan en los lugares más improbables, como flores en un solar abandonado. Murió en 1928, con 65 años y la conciencia en paz. Porque, claro, si uno cumple órdenes, ¿qué remordimiento puede tener? O eso quiso creer hasta el último aliento.
España afinaba el garrote como si fuera un violín. La modernidad llegaba a golpe de manivela. El verdugo era funcionario ejemplar. Y la muerte, trámite rutinario.
Porque fuimos peces… y nadamos en aguas turbias donde la justicia sonaba a música negra, y donde incluso los monstruos tenían, a veces, un gesto de ternura.