Un centenar de universidades españolas han decidido avanzar hacia lo que llaman “igualdad efectiva entre hombres y mujeres” y, con su brillante solución, pasan por substituir el término genérico “hombre” por el de “ser humano”. Otros, quizás más doctos —o simplemente más amigos del enredo lingüístico— prefieren usar “humanidad”, con el solo propósito de solventar la desigualdad o, al menos, para no incurrir en lo que ellos vienen a denominar “sexismo lingüístico”.
Cuesta creer que un asunto tan insustancial haya llegado a la universidad y a las entidades académicas. Seguramente en tiempo pretérito cualquier prócer de la vieja ilustración habría despachado este asunto con total desdén y lo tomaría como un pensamiento inquietante propio de un borrico despistado. Sin embargo, en este juego de majaderías los firmantes del acuerdo a quienes se presume custodios del saber, no han tenido la diligencia de consultar las razones antes de replicar correctamente el disparatado capricho, porque la RAE define “hombre” —en una claridad meridiana— como primera acepción: Ser animado racional, varón o mujer.
Conocemos centenares de mujeres elocuentes y notablemente instruidas que jamás han perdido un instante en estas veleidades cuyo único fin es justificar un pataleo ideológico y arrojar sombra sobre ciertas carencias que no son del lenguaje, sino de voluntad. Las mujeres que se han esforzado, estudiado, trabajado y demostrado su valía no tienen ninguna necesidad de rescribirse a sí mismas, en cambio, hay otras que prefieren declararse invisibilizadas, pero no por opresión real, sino por apatía frente a un mérito que deviene del esfuerzo y va estrechamente unido al coraje y fervor con el que se elevan los grandes pilares de la vida.
Pero no todo es palabrería. Bajo este paripé de buenas intenciones se esconde la alarmante pérdida del rigor académico. Los malos usos del lenguaje, aunque parezcan ingenuos, conducen a una rara confusión que dificultará el entendimiento y el cultivo del estudio. Si hoy la percepción de alumnos y profesores se ve lastrada por esta sinrazón del “sexismo lingüístico”, en no muchos años el mundo resultará enigmático para el público en general y los que sepan —quienes aún dominen el verbo antiguo— vivirán en una compleja clandestinidad.
Así, la rúbrica por parte de las universidades no confiere verdad alguna a lo firmado, más bien revela la abdicación a su prestigio, porque al haber cedido ante una causa menor que no exige ni reflexión ni especulación, también han extraviado su reputación en favor del desatino y quebrantado el rigor universitario por entrar en asuntos innecesarios.
Consecuente con todo, el docente debería ser exigente consigo mismo y mantener una postura objetiva y alejada de cualquier tipo de influencia ideológica, política o que resulte del desorden. Entristece ver cómo han abandonado el viejo compromiso que se ha mantenido secularmente en favor de la imparcialidad de la institución a la que representan, cambiando términos en una acción compleja que solamente podría disponer la razón y el tiempo. Imponer de manera forzada desde la universidad no es valentía progresista, sino una temeridad académica.
El debatir una modificación de la lengua supeditándola a una equivocada igualdad efectiva de hombres y mujeres en un caso en el que no existe divergencia, es un claro desorden de la sinrazón que algunos pretenden disfrazar de justicia. Y, como resultado de esta aberración aprovechan los oscurecidos congresistas para innovar, queriendo desterrar el nombre de Congreso de los Diputados en favor de un simple “Congreso”; pero, sin duda, ese cambio sería más certero si lo mudasen por el de “Congreso de los Imputados”.