La grandeza es, entre otras muchas cosas, capacidad de reestablecerse, recuperarse, reiniciarse y reinventarse integralmente. La tarde del sábado, veintiocho de septiembre, en la plaza de las Ventas se pudo palpar la grandeza del toreo en un Enrique Ponce, que sacó nuevamente las armas de siempre para hacer aflorar su imponente torería y derivarla en definitivo triunfo. Hubo grandeza en David Galván, gran torero sureño que dejó aflorar dignidad a raudales, en una tarde en que tuvo la adversidad como compañera de pupitre; grande fue la sublime entrega de Samuel Navalón que cortó una oreja a pulso, cuando parecía que el “fenómeno astronómico” Ponce, ya no iba a dejar ver más luz. Grandeza en una plaza que supo premiar toda una carrera de más de treinta años en las alturas. En este caso, la grandeza también es memoria. El público tuvo la capacidad de leer los inmensos naturales, que le pegó al toro “Requiebro” de Juan Pedro, a la luz de una larga carrera con muchas actuaciones en el templo del toreo. En muchas de ellas, y se le juzgó con absoluto “rigor científico”.
La memoria hizo a muchos retrotraerse a la tarde isidril de 1996, en la que puso a más de veinte mil almas de acuerdo, al jugarse la vida sin trampa ni cartón, con el imponente Lironcito de Valdefresno, que hizo callar todas las bocas de los “ortodoxos” que por el mundo andábamos. Aquel día dejó claro que su inteligencia, su técnica y su embriagadora estética hacían de él santo y seña, en la tauromaquia de aquel momento.
Si en un incipiente tramo de su carrera, pudo tener en la espada a su enemigo más fehaciente y descarado; en un segundo momento se encontró con su desbordante facilidad al sibilino adversario. Esto hacía bramar por todas esas plazas de Dios, a quien desconocía que no hay cosa más difícil que torear fácil; y que la naturalidad es uno de los más preciados dones, con que puede estar dotado el ser humano. Esa naturalidad es la que flota en todos los sitios donde se está despidiendo en la presente temporada. Una naturalidad que, como la brisa, sopla y se calma cuando quiere, pero siempre está presente para despertar del sueño las conciencias a quienes no les importa apasionarse, cuando un maestro como Ponce, enseña una vez más la lección de toreo inteligente, basado en mil recursos y adornado con su innegable belleza estética, en cada lance. La palabra maestro no es excesiva, cuando nos referimos a aquel que ha hecho su aporte de forma amplia y continuada al toreo su tiempo y de todos los tiempos. Su última tarde en Madrid, no dejó disfrutar de un Ponce natural al natural, e instrumentando “Poncinas”, que todavía están durando. Con una estocada contundente, que impidió que la memoria no se desvaneciera. Así de grande es el toreo.
Pero si un valenciano, de Chiva deja los ruedos - que no es lo mismo que irse, porque el toreo de Enrique Ponce, permanece para siempre- hay otro valenciano, de Ayora que llega. Samuel Navalón, formado en la escuela taurina de Albacete, cuna de grandiosos toreros, confirma exitosamente su alternativa en Madrid a los 15 días de su triunfal alternativa en la capital manchega, subrayada con la triunfal despedida de novillero en la misma feria; y a los trece meses de debutar con picadores en Almería cortando 3 orejas. Esto sucede a poco más de año y medio de proclamarse triunfador del Bolsín Taurino Mirobrigense, en febrero de 2023. ¡Ahí es nada! Nuevamente podemos decir que cobra verdad el aserto del maestro Antoñete: “Calentito y en la mano” Una carrera de paso firma y trazo recto que le ha llevado a los umbrales de las ferias. Ha demostrado no entretenerse, sino entregarse con coraje y talento al torero para vivir con intensidad su grandeza. Porque el toreo es grandeza.