Monologa, lisamente y sin interrupciones.
Una frase u oración principal (muy rápido perdemos de vista y oído de qué se trata lo que trata el sujeto: política, religión, ciencia, viajes, enfermedades o voluptuosidades…), se desdobla, traslapa, cruza, continúa en una seguidilla de enunciados secundarios.
El monólogo y sus gestos son espaciales. Espiral, si se quisiera visualizar.
Ovillo que se enreda, gira, da la vuelta, vuelve a engreñarse y pasa el interminable hilo por un punto cercano, o también lejano, al inicial.
El monologante pivotea su corporeidad liviana o pesada, con todos sus gestos, guiños, énfasis –redoblantes, como los palillos sobre la piel tensa de un tambor--, miradas circunspectas, ojos de lacrimal insensible, en veces abiertos como velámenes de bergantín abiertos al aire de sus pulmones (su corazón parece no sufrir de agotamiento o temores). En éxtasis, gira su cuerpo monológico y deviene su propio enredo de palabras y frases.
Con cada interlocutor se renueva, se relanza avante, se ‘dispara’ gradas arriba y gradas abajo –una escala de Jacob ilimitada— en su perorata. “Yo me pe-ro-ro, tú me escuchas”, es su lema contante y sonante.
Pero, nunca se pregunta si su escucha sacrificada dispone de tiempo o de mera voluntad para atenderlo.
Quienes escuchan o escuchamos, en efecto, somos, devenimos muros blancos de sus negras o anaranjadas o rojas lamentaciones.
El monologante parece tener pulmones anchos, crecientes, rotundos, como silos de aire. A su pecho le caben afirmaciones, negaciones, interrogaciones, extensiones, derivaciones, en fin, circunvoluciones innumerables.
Como si calzara botas de siete leguas, el monologante corre, salta otro poco y otro mucho, y regresa impávido para mirarse en el espejo del rostro desgastado de su interlocutor.
Se come el tiempo y el espacio del mismo.
Y se devora sus poquísimas palabras o interjecciones, emociones, saberes –incluyendo su paciencia y bonhomía--, apenas son pronunciados.
Es el sujeto sin pausa conocida o incontenible.
Desearíamos un corte, un intersticio, un alto, un punto aparte, para detener esa cascada o marejada, esa superficie lisa, sin arrugas y sin interrupciones. Esa incontinencia verbal, o verborrea.
Pero, no ceja el sujeto monologante y sin pausas. Él es un solo verbo intransitivo, mejor, todos sus verbos y complementos de la lengua. Montaña y cima sin escalas, de lenguaje sordo.
Del cual no aprendemos nada o poco de política, religión, ciencia, viajes, enfermedades, voluptuosidades… y edades. Porque el monologuista brilla –cree serlo y hacerlo— en su pe-ro-rata y se incinera en el horno de su ego, y más aún, de su estulticia, sin saberlo nunca.