En estos días en que el ‘orgullo gay’ recorre nuestras calles con caravanas llenas de colorido, conviene recordar que hubo un tiempo en que el sexo pertenecía más a las sombras que a la luz. Pero el siglo XX, convulso y luminoso, vino a trastocar viejos equilibrios, y con él llegaron los fármacos que, como llaves químicas, abrieron puertas antes selladas por la biología y la costumbre.
No es nueva la tentación humana de buscar en sustancias mágicas el remedio para los ardores o las flaquezas del cuerpo. En la Antigüedad se recurría a filtros afrodisíacos, como el cuerno del unicornio, la mandrágora, o las célebres cantáridas, la llamada “mosca española”, que prometían reavivar el deseo y el vigor sexual, aunque a menudo al precio de graves intoxicaciones, como a la que se atribuye la muerte de Fernando el Católico, tras su boda con Germana de Foix, treinta y seis años menor que él.
Pero la verdadera revolución llegó en 1960, cuando la FDA norteamericana autorizó la primera píldora anticonceptiva. No fue sólo un medicamento: fue un hito cultural. Por primera vez, las mujeres podían separar el goce sexual de la maternidad. El sexo dejaba de estar inexorablemente ligado al destino biológico de la reproducción. La sociedad, sin embargo, no se transformó de la noche a la mañana. Hubo resistencias, reproches morales, temores a un libertinaje desbocado. Pero la píldora siguió su marcha silenciosa, hasta convertirse en pieza cotidiana del botiquín femenino. Décadas después, la llamada “píldora del día después” añadiría otra vuelta de tuerca a la autonomía femenina.
Estos avances, no exentos de polémica, han demostrado cómo la farmacología ha ido al encuentro de las necesidades sociales, adaptándose a la realidad cambiante de las costumbres sexuales.
Por el otro lado del espejo, la sexualidad masculina también ha conocido su propia revolución farmacológica. En 1998, el mundo descubría la pastilla azul: el sildenafilo, conocido universalmente como Viagra. Aquel hallazgo casual —un fármaco concebido inicialmente para la angina de pecho— vino a rescatar la virilidad herida de tantos hombres que sufrían en silencio la disfunción eréctil. Pronto, otros principios activos se sumaron al arsenal terapéutico, y hoy el mercado de fármacos para la disfunción eréctil es vasto, ha sido mejorado por otros que reducen algo los efectos secundarios y permiten una mayor versatilidad de uso.
No deja de haber en ello un eco de Fausto, que anhelaba recuperar no sólo la fuerza del cuerpo, sino la pasión y la seguridad que otorga la juventud. También Balzac, tradicional en su visión del cuerpo y la moral, consideraba la virilidad como un capital que se agota con la edad, el exceso sexual o las preocupaciones financieras.
La ciencia ha cumplido, sin duda, un papel admirable en ampliar horizontes de libertad sexual, tanto para hombres como para mujeres. Pero los avances farmacológicos, como toda moneda, tienen su reverso. A menudo, el gran público se deja seducir por la falsa promesa de seguridad absoluta.
La tradición médica —y la prudencia antigua— nos enseñan que la medicina es siempre arte de límites. Ningún fármaco es varita mágica. La sexualidad, impulsada hoy por libertades legítimas y conquistas indudables, debe convivir con la conciencia de que las enfermedades venéreas, como viejos fantasmas, siguen acechando. Sífilis, gonorrea, clamidia, VIH… nombres antiguos y modernos que persisten, a menudo invisibles, porque muchos se fían en exceso de remedios que sólo previenen embarazos o resuelven problemas de erección.
Además, hay que recordar que los medicamentos tienen efectos secundarios, interacciones y consecuencias a veces subestimadas. La píldora anticonceptiva, por ejemplo, no está exenta de riesgos vasculares; los fármacos para la disfunción eréctil no son aptos para todos los corazones.
Así, sexo y medicamentos caminan juntos en este siglo que se enorgullece de su modernidad. Pero, si ha de existir un sexo verdaderamente pleno y seguro, ése es, sin duda, el que se da entre dos que se desean… y se aman. Porque el amor, más allá de toda química, sigue siendo el mejor protector contra el vacío del sexo de usar y tirar, y la más dulce medicina para cuerpo y alma.