Cuando fuimos peces

Ser viento, ser camino

Quiero ser libre como el viento
que danza errante sobre el mar,
como torrentes en movimiento,
que no se dejan encauzar.

Como la flor que nace sola
sin dueño, sin jardín, sin ley,
como el ave que se inmola
por alcanzar su propio destino.

Hay una pulsión que no se apaga, una llama que arde en silencio dentro de quienes no se conforman con lo establecido. Ser viento, ser camino, es más que una metáfora: es una forma de estar en el mundo, de habitarlo sin rendirse a sus moldes. Es el deseo de moverse sin permiso, de elegir sin miedo, de vivir sin pedir disculpas por ser uno mismo.

La libertad que anhelo no es la que se grita en las plazas ni la que se firma en los tratados. Es la que se siente en el pecho cuando uno decide marcharse, cuando se rompe una rutina, cuando se dice “no” por primera vez. Es la que se encuentra en el temblor de las alas antes del vuelo, en el vértigo de lo desconocido, en el silencio que sigue a una decisión valiente.

Quiero ser como el viento que no se deja atrapar, como el agua que no se detiene, como la flor que brota donde nadie la espera. Quiero ser como el ave que parte sin saber si volverá, pero que parte igual, porque quedarse sería traicionarse.

En esta columna, donde recordamos que alguna vez fuimos peces —seres acuáticos, errantes, sin tierra firme—, hoy me reconozco también como viento. Porque hay días en que el alma no quiere raíces, sino alas. Días en que el cuerpo no busca abrigo, sino horizonte. Días en que ser libre no es una opción, sino una urgencia.

Ser viento, ser camino, es aceptar que no todo está escrito. Que podemos desandar lo andado, cambiar de rumbo, reinventarnos. Que cada paso fuera del miedo es una forma de volver a casa, aunque esa casa no tenga paredes ni coordenadas.

Y si alguna vez me preguntan por qué elegí volar, por qué elegí irme, por qué elegí el viento, responderé sin dudar: porque el alma no nació para estar quieta.