El cine a veces nos depara muy gratas sorpresas, reflejando la realidad más cotidiana y haciéndose eco a la vez de la temática humana más universal, lo que crea un amplio marco de reflexión sobre nuestra existencia y sus ambigüedades. Y allí estamos, cómodos en nuestras butacas, mirando la pantalla donde, al igual que en la caverna de Platón, asistimos a la escenificación estética y creativa de nuestras propias sombras.
Nos encontramos en una sociedad contemporánea y en el seno de una familia de clase media, con la abuela, el padre viudo con tres niñas, y la tía con marido e hijo. Todo muy normalito, aparte de los retos cotidianos de la vida activa, con sus riesgos económicos y sus tensiones relacionales de costumbre. La cosa se complica cuando la hija mayor, con sólo diecisiete años, se inclina por una vocación religiosa. En pleno auge del laicismo, semejante propuesta suena a trastorno mental. La chica echa de menos a su madre muerta y a su padre, quien está más bien ausente debido a su restaurante y a su nueva compañera, por lo que el amor incondicional de un padre celestial que la quiere sola para sí sería un antídoto a esa soledad de fondo. El padre no parece estar en condiciones de oponerse, pues ya lo tiene bastante difícil con su negocio, las niñas y su nueva pareja. La tía, sin embargo, se opone de plano, sospechando que lo de la llamada a la vida retirada sólo puede obedecer a un lavado de cerebro por parte de la priora del convento. Le recuerda a la sobrina que es demasiado joven para tomar semejante decisión, que tiene que ir a la universidad, echarse novio y experimentar muchas cosas más.
Por otro lado, la tía no parece ser feliz. No respeta al marido desempleado y se plantea separarse de él, a pesar de que éste lleva todo el cuidado del niño y de la casa. La familia y el trabajo, que parecen ser las dos ramas principales de nuestra existencia, no son ámbitos de estabilidad sino de tensión y desencuentro. Los hermanos se quieren pero se pelean por la herencia. En general, las relaciones humanas son como cruces de senderos que se bifurcan. Se sospecha que todos esos apegos tengan sus raíces en el temor al vacío que todos llevamos dentro, el temor a la soledad y a que nuestras vidas son los ríos.
No hay nada permanente ni nuevo bajo el sol. La experiencia se repite de generación en generación, confinándonos en el laberinto de la supervivencia y sujetos al azaroso devenir del instinto y la pasión. La empresa humana padece el síndrome de Sísifo y el jardín de las delicias conduce ineluctablemente a las torturas del averno. La experiencia no nos completa y su polvo, por muy enamorado que fuere, acaba siendo pasto del olvido. De ahí que nos tienten las arenas del desierto con su desolación y anonimato. Por eso convendría someter tanto la tradición religiosa como la vida laica a un proceso a fondo de discernimiento. Y puede que lo único que nos salve sea la humildad, la castidad y la pobreza de abrazar nuestra propia nada, donde acaso se encuentre nuestra auténtica morada. Ni en un claustro ni en una oficina ni en el seno de la familia sino más adentro, más allá de la seguridad ilusoria de la fe y del deseo.
Todo eso y mucho más me ha estado rondando por la cabeza después de ver ‘Los domingos’, de Alauda Ruíz de Azúa, más que merecida Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián. Los domingos es cuando se va a misa y se reúne la familia, los dos pilares de esta joya cinematográfica. Conmovido acabé en mi butaca y conmovido salí a la lluviosa calle, con ganas de dialogar con los amigos sobre las relaciones y la vocación, no ya la artística u ocupacional sino la última, ésa que se insinúa, contemplativa, en alas de la luz y del silencio.