No sé si les pasa, pero a mí los recuerdos me vienen en ristra, como cerezas que se arrastran unas a otras desde el fondo del cesto. Será la edad, el Parkinson, la medicación… o todo junto. El caso es que, en estos días de visita a Valencia, me reencontré con mis primos-hermanos Manolo y Vicente —más hermanos que primos— y viajé con mi amigo de talla XXXL para rendir culto al esmorzaret, ese almuerzo sagrado que en tierras valencianas se celebra entre las nueve y las doce, herencia de labradores y liturgia de jubilados, estudiantes y gourmets de bocadillo.
En Nou Racó, en La Eliana, entre croquetas de jamón, chafabravas y el mejor cremaet que he probado nunca (con su licor flameado, canela y piel de limón), reapareció el fantasma de un almuerzo anterior, cuando pedí —en Ca Cent Duros, en Borbotó— un bocadillo de callos sin sospechar que, de seguir leyendo la pizarra, habría acabado con caracoles a la llauna entre pan y pan.
Entre risas y migas, surgió la historia de aquel examen de Historia de la Literatura, cuando mi amigo y yo nos enfrentamos a las Novelas ejemplares de Cervantes. Yo me defendí como pude con El licenciado Vidriera, mientras él se lanzó con brío a Rinconete y Cortadillo. Su exposición fue brillante: habló del estilo cervantino, de la crítica social, de la cofradía de Monipodio y de la Sevilla del hampa con mirada compasiva. Pero justo cuando la nota prometía ser de matrícula, sufrió un lapsus linguae y rebautizó la novela como Rinconete y Carajillo.
La carcajada fue general. La profesora, entre divertida y escandalizada, insinuó bajarle la nota por anacronismo histórico, ya que el ron del carajillo no se destilaba aún en tiempos de Cervantes. Pero mi amigo, que tiene más salidas que el estadio Azteca, replicó: “Yo el carajillo lo tomo de anís, de la Castellana, que los otros no me gustan”. La profesora, natural de Chinchón, calló, sonrió… y se fue.
Y yo, que sigo viniendo a Valencia a buscar bocadillos, cremaets y carcajadas, doy gracias por estos primos que son hermanos, y por una tierra donde la memoria siempre se sirve con pan, sal y una pizca de pólvora festiva.