La sociedad es responsable del olvido, castigo o memoria ante la violación legal, más cuando en la práctica unos evaden la justicia, dilatan sus acciones, y evitan la culpabilidad que encuentran muchos ojos.
Con la descomposición social llegamos al extremo que se considera la corrupción como un hecho generalizado, por lo que meter las manos al erario público es visto simplemente como un error, ya que “no importa que robe, pero que haga”. Esa línea de tolerar ciertas conductas, banaliza el mal y termina sin culpables.
Al no existir realmente reproche ciudadano, se presenta la disyuntiva entre “enjuiciar y castigar” o “perdonar y olvidar”. Aquella corresponde a quienes ostentan esa potestad, para que previa garantía defensista y hermenéutica jurídica, se destruya la presunción de inocencia y determine si hay lugar a sentencia. Como la sociedad complaciente, en no pocas ocasiones tolera determinados actos del manejo de recursos públicos y su engranaje perverso en aspectos complejos que tienen que ver con la tranquilidad de todos, parece tener aceptación un tácito “perdón y olvido”, porque como en la cita bíblica, si nadie está libre de culpa para que tire la primera piedra, ante el “error” es válida la segunda oportunidad.
Afortunadamente se insiste en recuperación de la memoria a través de muchas miradas, acciones y recuerdos. Sin embargo, Andreas Huyssen señala que “La memoria está amenazada y sus derechos pueden ser manipulados para olvidar”.
En esa línea de pensamiento, quien se “equivocó” en el manejo de lo público, con la condena judicial y la inhabilidad para el ejercicio de cargos públicos, debería tener igualmente sanción social que evite los tentáculos reincidentes del ejercicio de la “politiquería”, directamente o por interpuesta persona.
Vale preguntar, entonces, si la sociedad debe permitir, aceptar y apoyar a quien no tuvo escrúpulos en el manejo de recursos oficiales, para que continúen vigentes sus garras en el escenario político.
Es cierto, que quien delinque no debe soportar el modelo de encarcelación del siglo XIX, en cuanto la legislación penal ha evolucionado en materia de políticas carcelarias con beneficios a cambio de ventajas punitivas, una dinámica que determina prerrogativas ante la admisión de la culpa o al proveer información que de otra manera el Estado jamás adquiriría.
Pero quizá, lo que no se debe es “olvidar” a quienes hicieron de su falsa vocación un verdadero negocio con recursos públicos. Los que pregonaron cambios para seguir igual o se vendieron en el mercado electoral, los alabados y vistos como referente, cuando lo que no logramos fue salvarnos de ellos ni de sus “errores”. Por eso, la acción menos insatisfactoria sería: “No enjuiciar, no castigar, no perdonar, pero por encima de todo no olvidar”.
El académico de Harvard Samuel Huntington dejó dicho: “Un consejo sabio es que el castigo no es el único, ni el más importante instrumento para formar la moral colectiva y a la larga la memoria es la forma de justicia definitiva”.
Prohibido olvidar a las sanguijuelas y los coleccionistas de sentencias.