Sobre dogmas y consignas

La Posada del Peine, una casa viva

Estos hoteles tan confortables que ahora tanto abundan y nos parecen desde siempre cotidianos, no han tenido un pasado tan feliz. Sus ancestros, posadas, fondas incluso pajares y cuadras, fueron su origen. Caso aparte fue la ruta de la seda y Venecia por causas evidentes, pero en el resto del mundo, las condiciones eran penosas. Excepto nobles, clérigos y la realeza que podían pernoctar como invitados en palacios, abadías y conventos, el resto de los mortales habían de hacerlo en lugares muy incómodos, sucios e inseguros. Los menos afortunados lo hacían sobre el suelo de una habitación común o en una cuadra, lo que era un buen sitio en invierno por el calor y también para evitar el robo o el cambio de las caballerías. No exagero, que los testimonios que a través de la literatura nos llegan son descripciones muy evidentes de la naturaleza de tales establecimientos.

Santa Teresa, en su relato de uno sus viajes de fundación, nos cuenta que, sintiéndose enferma, hubo de hospedarse en una de ellos describiéndolos así: “Nos dieron una camarilla pequeña de teja vana sin ventanas… hiciéronme echar en una cama, que yo tuviera por mejor echarme en el suelo, porque era de unas partes tan alta y de otras tan baja, que no sabía cómo poder estar porque parecía de piedras agudas… así que al fin preferí seguir viaje pues la incomodidad del duro sol era menor que la de la cama.

En cuanto a Quevedo, en su obra La vida del buscón llamado de Pablos, escribió así de una de ellas: “Subíamos por una escalera que aguardé a mirar hacia lo alto para ver si se diferenciaba en algo de la de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas…la comida que nos daban eran unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas”. Y en el Guzmán de Alfarache se dice “… ni halláis luz con que acostar, lumbre con que poderos enjugar, ni vino para beber…” Prefiero no referir otras opiniones como la de Fernández de Mesa.

Hay que reconocer que ya en el siglo XVIII y gracias a una Cédula Real, las condiciones mejoraron mucho aunque seguían siendo incómodas e inseguras hasta el punto que se decía que había muchos más robos en la posadas que en los caminos.

Estas posadas fueron desapareciendo excepto una que, casi por milagro, permanece en Madrid, siendo con más de 400 años, el hotel más antiguo de España y el segundo de Europa. Parece que en origen fue posada de cordel y posteriormente pasó a denominarse Posada del Peine, nombre que hasta ahora ostenta. Una aclaración: las posadas de cordel eran establecimientos para personas humildes, generalmente agricultores, que venían a Madrid con su cosecha y que debían alojarse cerca de la Plaza Mayor por ser el centro de comercio más importante. Estas posadas tenían una o más habitaciones con un banco corrido de pared a pared. En cada una de estas paredes laterales había una gruesa argolla fuertemente sujeta y en una de ellas una larga maroma bien atada, que en su otro extremo tenía un garfio, un gancho de hierro para enganchar en la otra argolla y que era la que determinaba las horas de sueño. Los parroquianos se sentaban en el banco colocando sus brazos sobre la soga extendida y tensa y sobre ellos apoyaban la cabeza. Tras la noche, el despertador consistía en el aviso del posadero que, acto seguido, procedía a desenganchar la cuerda poniendo fin al precario descanso.

Pero volvamos a La Posada del Peine. Fundada en 1610 por Juan Posada en la calle Postas como casa de huéspedes, aunque parezca imposible, sigue teniendo el mismo uso, en la misma ubicación y más o menos el mismo edificio a lo largo de sus más de 400 años. Tras una primera etapa más humilde, se añade un piso al local y en el siglo XVIII se compra la casa medianera. Con un estatus ya alto, ofrece un lujo que le dio fama y un nombre popular y definitivo: La Posada del Peine. Esta denominación nació debido a que en las habitaciones más caras y como demostración de lujo y alto nivel, había un peine atado con una cuerda para que el huésped no se lo llevase… por descuido, claro está. Y aunque ahora nos parezca extraño, hay que recodar que el peine fue durante siglos un artículo de lujo y cuando se rompía alguna de sus púas no se tiraba, sino que se llevaba a reparar. Debido a esto, ir bien peinado era un signo de poder. En el siglo XIX se le añade el edificio contiguo, lo que hace que tenga tres estilos diferentes y fue el famoso arquitecto Villanueva el que lo solucionó rehaciendo las fachadas con ornamentación clásica y un simbólico Hermes , patrón de los viajeros, y añadiendo balcones en las habitaciones principales.

Lo que no se solucionan son los recodos, cruces, desniveles y finales ciegos de los pasillos que conducían a las 160 habitaciones, algunas de ellas para cuatro personas, lo que aún se mantiene. Por el deambular de tantos huéspedes por este dédalo, en Madrid quedó el dicho de “esto parece la Posada del Peine” cuando en una casa o un lugar el ir y venir es excesivo o caótico. Dice la leyenda que al final de uno de los pasillos había una alacena desde la que, por una puerta disimulada, se tenía acceso a una escalera que había que subir en cuclillas por ser muy baja y que desembocaba en una habitación secreta sin ventana. Otra historia del hotel, cierta o no, es la de una dama antigua vestida de negro, que desde hace siglos deambula por los pasillos y se dirige hacia la habitación 126.

Actualmente ha sido comprado por la prestigiosa cadena de hoteles Petit Palace que abrió de nuevo sus puertas con el nombre de Hotel Petit Palace Posada del Peine, nombre casi tan largo como su historia. Reposo para todos a lo largo del tiempo. Señores y humildes. Damas de lance y de dosel. Hogar permanente o reposo de una noche. Asesinos y personalidades. Actrices famosas y escritores de primera fila. Ministros y conspiradores. Secretos de amor, de miedo o valentía. Todo y todos han tenido cabida en sus paredes y todos, de alguna forma, han dejado su huella haciendo de ella una casa viva.