Vivimos encadenados a un lenguaje que, lejos de liberarnos, nos sumerge en un laberinto de significados incompletos. Desde Lacan, quien reveló que el inconsciente se estructura como un lenguaje preexistente y en constate renovación—el lenguaje materno en el que ya estamos inmersos antes de nacer— escribir puede transformarse en una fuerza arrolladora, un torbellino en el que las palabras caen tecla a tecla, gota a gota de tinta, sin que siempre podamos dominar el mensaje que deseamos transmitir. Me sucede a mí cada vez que, con ansia de decir algo, la inspiración parece evadirme; el “algo” que quiero expresar se disuelve entre la inercia de la lengua, de lo que el lenguaje que manejo ya lleva en sí y que no conozco del todo. En esos momentos, recuerdo las palabras de Mónica Ojeda en una clase del máster de la Pompeu Fabra: hay en la escritura una esencia que no se puede explicar con palabras. Tal como Wittgenstein afirmaba “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, reconocemos que existe un territorio de la experiencia que permanece inefable.
¿Acaso no es precisamente en esa inefabilidad donde se gesta el cambio de época? Heidegger hablaba del lenguaje como “la casa del ser”, sugiriendo que, a través de él, el ser se desvela (Ser entendido como “el cómo” entendemos y nos relacionamos con nuestro entorno y época). Sin embargo, advertía que siempre quedaría algo por descubrir, algo que se escapa a toda sistematización lingüística. Así, el “ser de una época” se nos revela como un inconsciente colectivo, un trasfondo inasible que, como nos recuerda Freud en Psicología de masas y análisis del yo, entrelaza de forma indisoluble lo individual y lo social.
Es en ese resto, en esa huella inaprensible, donde quizá se encuentre la esencia del cambio de época. Nuestra era es, sin duda, una época de crisis, en la que se reabren los significantes primordiales que una vez organizaron nuestra civilización. Quizá el significante maestro que ahora se desmorona era la democracia. Tras fenómenos como el asalto al Capitolio, la victoria de Trump, lo sucedido en Venezuela –donde se debe decidir entre un gobierno que no entrega las actas o la extrema derecha venezolana-- o el ascenso de potencias no democráticas como China y Rusia, resulta evidente que la democracia ha perdido su función como límite o punto de legitimidad. Estamos en un tiempo en el que decidir ya no importa tanto si quien nos gobierna aporta seguridad y bienestar material. Y es que si somos honestos con nosotros mismos, la geopolítica o la distribución del poder a nivel global nunca entendió de valores democráticos o de derechos humanos.
Este panorama, por muy pesimista que parezca, también nos recuerda que en tiempos de crisis afloran los mejores fenómenos culturales. La filosofía que emergió tras la caída de la democracia ateniense o el Siglo de Oro español son ejemplos de cómo las épocas convulsas pueden generar un florecimiento cultural.
Nuestro lenguaje epocal está cambiando, y nosotros, como intérpretes de oráculos modernos, seguiremos intentando descifrar esa voz de lo real de nuestro tiempo que se nos escapa siempre un poco. Veremos a posteriori los fenómenos culturales de éxito que se manifiestan en este tiempo de crisis democrática y las respuestas que como especie damos a estos años de crisis climática, ascenso de la extrema derecha, feminicidios, genocidios o desigualdades.