En el libro XV, capítulo 22, de La ciudad de Dios, San Agustín perfiló lo que dio en llamar el orden del amor. La Roma pagana e imperial acababa de caer en manos de los visigodos, debacle histórica que exigía una reflexión profunda sobre sus causas, entre las que cabía incluir el amor, pues según lo que amemos, así actuaremos. Lo que amamos es el bien, pero como ignoramos su naturaleza y ordenación, el amor acaba produciendo devastaciones globales y domésticas. Agustín explica que los hijos de Dios cayeron seducidos por la belleza de las hijas de los hombres, y supongo que al revés. Aunque la belleza es un bien en sí, Dios se la regala tanto a los buenos como a los degenerados. De ese modo los hijos de Dios se rebajaron a amar un bien menor, pues para el obispo de Hipona vertus est ordo amoris, o sea un orden de amor según la virtud o bien de sus objetos. Esto significa que Dios es el objeto primordial del amor – de hecho, según esta teología, amar es participar de la naturaleza divina, pues Dios es amor – seguido del amor de nuestros semejantes y, en último lugar, de los bienes materiales.
Resulta que J.D. Vance, supuestamente católico y actual vicepresidente estadounidense, invocó este principio teológico para justificar la política aislacionista y despiadada de Trump, con sus arrestos y deportaciones extrajudiciales, sus amenazas imperialistas, su desprecio por la justicia, el medioambiente y la protección de los desamparados. Según Vance, el orden afectivo implica una ola expansiva que va del círculo familiar a la comunidad, y de la comunidad al país y al resto del mundo, con una intensidad que se me antoja inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Estas declaraciones le valieron la reprobación tanto del papa recientemente elegido como de su antecesor, quienes apuntaron a la parábola del buen samaritano como ilustración del amor al prójimo. El prójimo no es el próximo en intimidad, nacionalidad, ideología, territorio o etnia sino en humanidad e incluso, más allá de la humanidad, en la caridad, o sea en la divinidad del amor que trasciende sus objetos.
Está claro que tanto Vance como Trump y sus correligionarios han confundido el orden del amor. Tanto así que los plutócratas como Thiel, Zuckerberg y Musk, ante el cataclismo climático anunciado y el consecuente colapso social, se han propuesto refugiarse en reductos autónomos protegidos por mercenarios, mantenidos por robots, financiados con criptodivisas e incorporados en torno a una ideología fascista de signo apocalíptico. Lo trágico es que su actitud supremacista y su materialismo exacerbado les condenan a promover las causas del desastre. El desorden de su amor y sus valores es lo que les conduce a instrumentalizar el genocidio y traicionar el milagro y la belleza de la vida. La construcción de esas fortalezas tecno-feudales como arcas de salvamento es su respuesta al diluvio que están desatando con su ambición y rapiña. En vez de comprometerse con la prevención del desastre, no sólo han aceptado la hecatombe, sino que están empeñados en acelerarla. Como su salvación depende de su riqueza y ésta depende de la devastación planetaria, han descartado toda semblanza de altruismo y empatía, anteponiendo lo mecánico y virtual a lo vital y humano, en un intento desesperado y cínico de sálvese quien pueda. Estos apóstatas se olvidan de que Cristo dijo que aquel que procure salvarse a sí mismo, se perderá, que en este caso es más que evidente.