Nuestro ancestro en la evolución, el Homo habilis, fue el primer primate en distinguirse de los demás gracias a su capacidad para fabricar herramientas.
Crearon instrumentos para cortar, rasgar, machacar y triturar. No solo los utilizaban, sino que además mejoraban su funcionalidad y transmitían ese conocimiento a las generaciones siguientes.
Este paso, crucial para el estado actual de la humanidad, constituyó un proceso de innovación fundamental para la supervivencia y evolución de la especie.
Con sus fabricaciones rudimentarias, el Homo habilis buscaba transformar la realidad y adaptarla a sus necesidades, algo que hoy se refleja en múltiples facetas de la creatividad y la tecnología contemporáneas.
Si trasladamos esta reflexión a nuestros días, como Homo sapiens sapiens nos enfrentamos a un desafío opuesto: la desaparición progresiva de los oficios artesanales y la pérdida del conocimiento manual acumulado durante siglos, antes de la revolución industrial y electrónica.
Oficios como los de zapatero, costurera, ebanista o el arreglo de la ropa han quedado relegados con la tecnología, desapareciendo en un contexto en el que la producción en masa y la estandarización parecen haberse impuesto sobre la pasión e innovación de los conocimientos manuales. Ahora ese conocimiento, que antes se hacía a través del aprendizaje visual y la práctica habitual (algo que sí pasa en otros ambientes, como los médicos o cocineros) ahora lo tenemos a través de vídeos en internet, o cuentas de Instagram que nos ofrecen (cuál Matrix) conocimientos express sobre casi cualquier cosa.
Esta merma se debe, en gran parte, a la forma en que adquirimos el conocimiento en la era digital. Anteriormente, el maestro transmitía al discípulo las técnicas, los secretos y los métodos prácticos mediante la observación y la práctica diaria. Hoy en día, accedemos a esos saberes a través de vídeos en internet o de cuentas en redes sociales que, al estilo de “Matrix”, nos ofrecen conocimientos “express” sobre casi cualquier tema.
Además, las grandes superficies nos proveen de herramientas, materiales y tecnología que nos permiten hacer (casi) cualquier cosa, pero sin proporcionarnos la información necesaria para aprovechar plenamente su potencial. Es como si el Homo habilis se encontrara una tablet en el suelo y tuviera que adivinar su utilidad.
¿Hay esperanza?
En este contexto, emergen espacios como los Fab Labs, makerspaces y otros centros que cuentan con herramientas para fabricar objetos, sin importar su naturaleza. Estos lugares, equipados con maquinarias modernas y tecnología de punta, se han transformado en escenarios donde la creatividad de sus usuarios evoca la atmósfera del Renacimiento. En ellos, la transmisión del conocimiento ocurre de forma directa y colaborativa, y la tecnología se pone al servicio de las mentes de los verdaderos Homo habilis de nuestra época.
Aquí es donde se gesta la verdadera innovación, aquella que a menudo surge para resolver problemas reales de la sociedad. La libertad para crear, equivocarse y aprender es esencial para el desarrollo de ideas disruptivas. En un mundo en el que la rentabilidad y la eficiencia han sustituido la pasión por el conocimiento, estos centros se convierten en un refugio para quienes buscan construir el futuro de la humanidad.
Necesitamos que estos espacios sean protegidos y alentados por todos los Homo sapiens sapiens. Estos centros de reunión de personas e innovación continua pueden conseguir mejorar la vida comunitaria a través del conocimiento compartido. Debemos recuperar lo que significa ser un descendiente del Homo habilis: poder transformar nuestra realidad no sólo en términos económicos, sino de utilidad para la sociedad.
La evolución desde el Homo Habilis hasta nuestros días no sólo trata de avanzar en el desarrollo tecnológico, sino que hemos conseguido transmitir la información de las destrezas manuales (o tecnológicas) de generación en generación, para así poder continuar innovando y mejorando nuestra especie.