Fronteras desdibujadas

¿Máquinas con alma? El espejismo de una humanidad reemplazable

Existe una matriz de opinión, cada vez más difundida, que pretende convencernos de que el hacer y el ser del ser humano puede reducirse al funcionamiento de una máquina. Un discurso sutil pero persistente que niega la dimensión espiritual y trascendente del ser humano, y que sugiere —con tono de profecía científica— que nosotros mismos no somos más que sistemas programables. Esta idea no es accidental: ha sido cuidadosamente estudiada, promovida e incorporada como una suerte de nuevo dogma tecnocrático.

Elon Musk, figura emblemática de la innovación tecnológica y CEO de Tesla, ha afirmado recientemente que los maestros podrían verse reemplazados por sistemas de inteligencia artificial capaces de ofrecer niveles de enseñanza iguales o incluso superiores a los de los docentes humanos. Más aún, en una visión de futuro radical, predice un mundo donde las máquinas realizarán todas las tareas y los seres humanos trabajarán solo por afición, en una supuesta “era de abundancia”. En este contexto, profesiones críticas como la medicina o el derecho también estarían destinadas a desaparecer o a desempeñar un rol complementario. Según Musk, los humanos seremos, en el mejor de los casos, un “respaldo biológico” para la inteligencia artificial, gracias a nuestra resiliencia y a una cierta voluntad inasible para las máquinas.

Pero, ¿puede una máquina enseñar como un maestro que mira a los ojos, que escucha más allá de las palabras, que abraza con la voz o con el gesto, que se equivoca y aprende con el alumno, que transmite humanidad y no solo información? ¿Puede una IA encarnar la poética del encuentro, la ética del ejemplo, el misterio de lo imprevisible?

Decía Octavio Paz en el prólogo de La casa de la presencia que “los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos, sino en ellos mismos”. La poesía, como la enseñanza, el arte o el cuidado, no es reproducible. Es acto de presencia, de entrega, de alma a alma.

El desarrollo tecnológico no debe rechazarse —sería absurdo negarse a herramientas que pueden mejorar la vida humana—, pero tampoco puede aceptarse sin un cuestionamiento ético profundo. La tecnología que nos ayuda, bienvenida sea. Pero no aquella que anula nuestra humanidad, que pretende suplantar lo irrepetible y lo sagrado de la experiencia humana.

En tiempos de algoritmos y automatización, el desafío es resistir la tentación de lo fácil y lo rápido, y apostar por lo esencial: la relación, la conciencia, la creatividad, el espíritu. Porque si nos hacen creer que el alma humana puede convertirse en código, ¿quién nos rescatará del vacío?

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