El humanista italiano Nicolás Maquiavelo quiso ofrecerle a Lorenzo de Médicis “el magnífico” sus mejores ideas sobre cómo funciona la lógica del poder. La originalidad de Maquiavelo no fue escribir un tratado sobre la educación de los Príncipes: los romanos ya habían inventado los pedagogos muchos siglos atrás; lo fue el prestar atención a cómo las cosas son en realidad en vez de a cómo deberían ser. En una civilización con ideas tan contradictorias como la del Renacimiento, en un territorio tan dividido como el norte de Italia en esa época, y en una época histórica tan confusa en la que llegaban noticias inquietantes del turco por el oriente, de las indias por el occidente, de los luteranos por el norte y de las exploraciones por el sur, Nicolás hace un ejercicio mental en el que se desprende de la ética para reemplazarla por la utilidad, y convertirse así en el modelo de pensamiento, … mmm … maquiavélico.
Que el ejercicio del poder llega a prescindir de la ética y que una violencia extrema lo afianza, es algo que muchos jóvenes en bandas latinas aprenden antes de cumplir su mayoría de edad. Previamente ya lo hicieron muchos pensadores, gobernantes, revolucionarios o terroristas. Es por ello que las sociedades han establecido leyes, Instituciones y contrapesos para vigilar al que detenta el poder. Aunque el poder tiene su origen y reside en nosotros como pueblo, sus resortes nos pillan demasiado alejados, ya que esos resortes los ejercen en la práctica un reducido grupo de políticos y funcionarios. Los contrapoderes son nuestro seguro antivuelco por si hubiera un golpe.
Una sociedad que quiera seguir disfrutando de sus libertades, no se distingue de otras más autoritarias por tener un poder ejecutivo fuerte: cualquier país bananero lo tiene. Lo que la distingue es tener unos contrapoderes aún más fuertes, que sean capaces de pararle los pies a cualquier aprendiz de dictador que quisiera prescindir de las leyes que nos obligan a todos, a él el primero. No puedo sino sentir envidia de países como Estados Unidos, en el que ese sistema, a veces tan complejo, fue capaz de expulsar de la Presidencia a un Richard Nixon cuando transgredió la ley, o más recientemente del Reino Unido o de Portugal, en los que sus primeros ministros Boris Johnson y Antonio Costa tuvieron que dimitir, y lo hicieron. Si la “resistencia” de un político puede ser a veces su gran virtud, es de manual que también puede convertirse en un terrible defecto.
Cuando se hace ver desde un Gobierno que los contrapoderes institucionales son un reto a la democracia y una obstrucción a la propia acción de gobierno, que deben ser neutralizados colocando personajes vinculados al propio poder que tienen que controlar, es la primera alarma de que nuestra comunidad corre el riesgo real de ver deteriorada su calidad democrática y sus libertades individuales. Nuestro problema esencial hoy y ahora, no es que se fragmente la nación, lo que por supuesto también sería un problema mayúsculo, sino que nuestro Jardín del Edén progrese en convertirse en un lugar menos justo, liberal, igualitario y solidario, todo ello mientras la mayoría silenciosa se ve obligada a mantener los avances de ese sistema a golpe de impuestos.
No es necesario ir a las escaleras del Senado de Roma para apuñalar a César: afortunadamente hemos mejorado mucho desde entonces; pero sí es imprescindible exhumar a Montesquieu, y exigir sin descanso que las leyes se apliquen a todos y se cumplan por todos, especialmente por parte de aquellos a los que hemos investido de una autoridad pública.