La música de la palabra

La guitarra de un genio: paradojas en el aire

La guitarra de Paco de Lucía dibujaba paradojas en el aire: podía expresar simultáneamente dolor y placer, tensión y relajación, delirio y cordura. Con su espejo invisible conseguía reflejar la esencia andaluza, que tiembla entre dos aguas: la Mezquita de Córdoba cristiana y musulmana; la arquitectura Bética con su arco del triunfo y su puente romano. Y sobre todo, el agua de Granada. Recordemos su granaína, “Generalife bajo la luna,” donde no solamente evoca la atmósfera nocturna del Generalife, sino que también nos deja escuchar el agua de Granada en todas sus manifestaciones.

La guitarra de Paco de Lucía iba de un sueño en otro sueño. Su hueco era un pozo de viento. Su picado entre dolor y placer, entre erotismo y muerte, nos rasgaba la piel y el alma. Cada nota suya era una herida, una banderilla torera que estimula y mata; una emoción, más intensa cuanto más pasajera, más eterna cuanto más efímera.

Cuando desenredaba un acorde, dibujaba en el aire una catedral. Sus seis cuerdas develaban la arquitectura árabe laberíntica, así como la romana enjuta. Su intensidad quebraba la mezquita de Córdoba en resonancias, “Córdoba quebrada en chorros – nos dice el poeta-. Celeste Córdoba enjuta,” como si hubiera escrito estos versos inspirado en la guitarra de Paco que podía expresar la desmesura del agua y al mismo tiempo la precisión de una columna.

Tres ciudades andaluzas resonaban en la guitarra de Paco de Lucía: Sevilla con su Arcángel juncal y con su Anunciación manchada de luna; Granada con su “aurora salobre” y sus “mulos cargados de girasoles”; Córdoba con su Arcángel aljamiado y sus vendedores de tabaco. Y cuando San Gabriel caminaba con sus dos ritmos que cantan, la guitarra de Paco lo acompañaba por bulerías.

También por bulerías la guitarra de Paco dibujaba el toreo: el movimiento incesante del toro; el vuelo de la capa que deja pasar a la muerte. José Bergamín escuchaba flamenco al ver torear, en silencio. Esa música callada también se sentía en los matices de la guitara, y en el manto oscuro que nos dejaba su sombra. Sonidos negros -diría Lorca-, sonidos que vienen de la locura y de la muerte.

Las seis cuerdas de la guitarra también dibujan una paradoja invisible: los tres bordones producen los sonidos más desgarrados, mientras que las tres primas, los sonidos de mayor dulzura.  Es por ello que la prima canta cuando el bordón llora en una copla de Manuel Machado. Habría que añadir que la prima puede cantar al mismo tiempo que el bordón está llorando, y esa sería la paradoja expresiva de un rasgueo: canto y llanto, placer y dolor, erotismo y muerte coincidiendo en el mismo pulso del compás. Ningún rasgueo ha llegado a herirnos más hondo que los rasgueos de Paco de Lucía, desplegando en un solo pulso la muerte y toda la sal del puerto de Algeciras.    

Entre dos aguas, entre La Habana y los puertos andaluces, se forjó la rumba, y la guitara de Paco, más que ninguna, consiguió expresar ese viaje de ida y vuelta, de salitre y luna, de velas hinchadas al viento, de tabaco y brea, entre las dos orillas de un mismo mar.

Un manantial, un pozo, un laberinto, la música que, como el agua, no se puede asir, que se escurre entre las manos; toda esa música quedó expresada en la guitarra de un genio, Paco de Lucía.