Crónicas de nuestro tiempo

La gran mentira

Ahora comprendo por qué el rey emérito Don Juan Carlos, después de habernos traído la paz y grandes negocios comerciales, tras una campaña de desprestigio personal por miedo al fracaso del Sanchismo, eligiese vivir en Abu Dabi, después de haber pilotado España hacia una democracia soñada y hoy absolutamente fracasada. Ningún tribunal, al igual que ocurrió con Franco, ha podido probar en su contra corruptelas similares a las de todos los gobiernos que han capitaneado esta dictadura democrática que nos han vendido con descaro.

Hasta hace poco, yo también creía que España era el mejor país del mundo para vivir. Que Madrid —con su luz, su cultura vibrante y su carácter— era la ciudad ideal. Lo creía de verdad. Pero escribiendo hoy desde Emiratos, entiendo que aquella convicción era más fruto de un romanticismo nostálgico que de un análisis realista.

Europa, nuestra vieja Europa, no es más que eso: vieja. Obsoleta, decadente, embustera. Su proceso de descomposición se esconde bajo términos como "optimización de recursos", que no son más que máscaras de un ajuste ideológico profundo: la sustitución del bienestar real por una retórica de igualdad impuesta, donde el lujo ya no solo es inalcanzable, sino criminalizado y despreciado.

Aquel confort legítimamente ambicionado antaño, hoy se considera una obscenidad moral. La austeridad se eleva a virtud y la mediocridad se impone como norma, sostenida por una clase de cobardes que, aun pudiendo vivir con holgura, se esconden para no significarse. Se extiende un comunismo latente, disfrazado de solidaridad, pero rebosante de complejos y culpa heredada.

En este nuevo paradigma, el ciudadano cede su libertad a cambio de una equidad ficticia que jamás llega, mientras las élites políticas gestionan su propia opulencia con el dinero del contribuyente resignado. Es decir, lo que siempre soñaron desde su miserable condición inmoral. Porque en Europa, y especialmente en España, el verdadero vividor no es el empresario autónomo: es el político.

Frente a este panorama asfixiante, los Emiratos Árabes Unidos, y en particular Dubái y Abu Dabi, encarnan el reverso: un modelo basado en el respeto, el mérito, la eficiencia, el bienestar y la libertad concreta. Aquí, el lujo no se oculta ni se castiga: se vive. Cada cual accede a lo que puede, sin culpa ni señalamiento. El éxito no genera resentimiento, sino admiración. Y todos, sin importar su origen, gozan de orden, seguridad, felicidad y oportunidades reales de prosperar.

En Dubái y Abu Dabi, la política no es el centro del debate social, porque ni tan siquiera existe, y tal vez ahí reside parte de su éxito: la gente trabaja, emprende y progresa sin trincheras ideológicas. No hay leyes que enfrenten al empresario con el trabajador, ni jueces que premien al delincuente por encima de la víctima. No hay “okupas”, ni robos sistematizados, ni un marco legal que invierta la lógica y desacredite la autoridad.

La seguridad es total, el servicio exquisito, y la ciudad una maravilla de infraestructura, eficiencia y belleza. Todo ello sostenido con una fiscalidad mínima, una administración ágil y una visión de país que estimula la inversión, la innovación y la calidad de vida. Y por cierto, aquí  -dato no menor- ni siquiera las prostitutas son sociocomunistas, lo cual ya dice bastante porque no intervienen en política.

Europa, en cambio, se ha obsesionado con el control. Con imponer austeridad desde arriba, con sembrar miedo y vigilar la vida privada. Con implantar la moneda digital, asfixiar fiscalmente al ciudadano, castigar el mérito y el ahorro, y premiar al parásito. Ya no se respetan ni la tradición, ni la religión, ni el esfuerzo. Se busca la destrucción de cultura, religión, valores, costumbres, fiestas, etc.,  por encima de todo.

Se gobierna para alimentar una clase política parasitaria que ha hecho del Estado su cortijo. Se alienta la confrontación de clases, se exalta el odio ideológico, se promueve la cultura del subsidio y se persigue al heredero legítimo. Se redactan leyes como la del “sí es sí” que prostituyen la justicia en favor del dogma. Y se eleva al poder a quienes admiran regímenes totalitarios y desprecian la libertad.

Mientras tanto, en Emiratos, todo lo que se produce se invierte y revierte en calidad de vida. Tal vez por eso Don Juan Carlos se quedó. Tal vez comprendió -antes que muchos-  que aquí aún existe un espacio de libertad sin estridencias, donde el orden, el respeto y la iniciativa no han sido derrotados por el resentimiento ideológico.

Abu Dabi o Dubái, son el ideal de convivencia, respeto, orden, progreso y oportunidad: es un refugio real. A veces, uno necesita marcharse para entender que lo que creía, era una farsa que ya no está dispuesto a seguir tolerando.

Europa ya no gobierna en nombre del bienestar. Se ha instaurado la dictadura de la democracia: sumisión disfrazada de virtud, humildad impuesta, miedo a catástrofes inventadas, subsidios para vagos que votan, y resignación para los honrados.

Y para concluir: los países en los que la clase política no está compuesta por perroflautas resentidos y miserables de cuna, sino por personas de éxito, capacidad y visión empresarial -sin necesidad de partidos corruptos ni campañas absurdas-, son precisamente los que prosperan. Aquellos que reducen impuestos, facilitan el ahorro y el emprendimiento, y promueven un auténtico bienestar para todos.

Porque donde no hay políticos parásitos, hay empresarios que generan riqueza, empleo y futuro.

Necesitamos, un gobierno liderado por grandes empresarios apartados de políticos miserables de condición y genética radicalizada, que sepan construir riqueza, empleo, ambición y progreso, para emprender una nueva era apartada del odio, el adoctrinamiento, la  confrontación social y  corrupción, a la que nos han ido conduciendo con engaños y miedos.