Se cumplen cincuenta años del abrazo de las dos Españas. Franco había muerto en su cama y, con él, quedaba sepultado en una profunda fosa de la basílica del Valle de los Caídos, un régimen que durante cuarenta años rigió la vida nacional con mano férrea. Allí reposaba también el recuerdo doloroso de la Guerra Civil, aún presente en la memoria colectiva hasta el final de la dictadura.
Durante esas décadas se alimentó el resentimiento de los derrotados, incapaces de desalojar al inquilino del Pardo, mientras los vencedores se mostraban como los propietarios del país. La larga y cruel agonía del dictador, prolongada por su entorno más próximo, quedó grabada en millones de ciudadanos que seguían con expectación el desenlace desde el Hospital de La Paz.
El 20 de noviembre de 1975 cesaron los partes médicos que mantenían en vilo a todo el país y, con ellos, concluyó la dictadura del general Franco, con sus luces y sombras. Ante la ciudadanía se abría un horizonte incierto. ¿Aceptarían los responsables del Régimen la llegada de una nueva etapa? ¿Reclamarían reparación quienes habían vivido el exilio o la represión? “Todo queda atado y bien atado”, había pronosticado el dictador.
La respuesta llegó de una generación política que, bajo la batuta de un rey joven y aún sin un prestigio consolidado, mostró una determinación inesperada. Supo mirar hacia el futuro en lugar de quedar atrapado en la lógica del pasado.
El regreso de Carrillo, la Pasionaria y Tarradellas simbolizó el retorno de miles de españoles obligados a abandonar su país durante la dictadura. Persistieron resistencias —grupos de militares y civiles aferrados a antiguos privilegios—, pero la sociedad respaldó pacíficamente el tránsito democrático. Y la reconciliación fue posible.
El entendimiento culminó en la Constitución, elaborada por antiguos adversarios, entre el humo de cientos de cigarrillos compartido por Suárez y Carrillo, bajo la mirada de González —joven dirigente socialista que pronto gobernaría— y de Fraga, veterano del franquismo que no alcanzaría la presidencia, pero contribuiría a hacer viable la alternancia.
Hoy, medio siglo después de aquel esfuerzo colectivo, observamos con inquietud cómo parte de la clase política ha sustituido el diálogo que permitió la Transición por un clima de enfrentamiento que dificulta cualquier consenso. El Gobierno, llamado a ejercer de principal impulsor del acuerdo, levanta barreras que polarizan. La oposición, lejos de corregir esa deriva, contribuye al deterioro del clima institucional.
¿Queremos reabrir la fractura que España logró cerrar con enorme esfuerzo? ¿Tiene sentido reconstruir trincheras que la sociedad superó hace décadas?
La convivencia no se construyó ocupando instituciones, sino respetándolas y compartiéndolas. No nació del insulto, sino de la negociación, la cesión y la palabra. La responsabilidad es de todos: Gobierno, oposición y ciudadanía. Para recuperar el espíritu de 1978 es necesario volver a sentarse, convencidos de que la Transición no fue un paréntesis, sino una decisión colectiva que permitió avanzar.
De todos aquellos elementos, hoy solo permanece uno: un monarca dispuesto a presidir, de nuevo, la mesa donde el acuerdo sea posible. Lo que falta es que los demás acudamos. Si España fue capaz de reconciliarse entonces, también puede hacerlo ahora.