La pandemia y su confinamiento de 2020, ensombrecieron- como a tantísimas cosas- el centenario de la muerte de Joselito el Gallo, acaecida en Talavera el 16 de mayo de 1920. Día de gran importancia para la tauromaquia, porque más allá de la trágica muerte de un torero, nació una leyenda. Leyenda basada en hechos reales, que va mucho más allá de lo sucedido; pues el tiempo que lo filtra casi todo, permite que persistan los valores eternos. Ahí persiste la esencia de la verdadera leyenda.
Todos los aficionados sabemos que era hijo de torero y de bailadora de etnia gitana, que su hermano Rafael fue un grandioso torero de la segunda década del siglo XX, tan querido y respetado como fabulosamente bohemio. La personalidad que cada uno de ellos atesoraba, no permitía que se les mencionase como “el padre de…” o el hijo o el hermano. Pues Fernando era Fernando, Rafael era Rafael y José, por supuesto que era José.
También sabemos que hizo una magnífica pareja con Juan Belmonte, que no venía de familia de toreros -su padre era quincallero- y todas las diferencias entre ambos favorecían una genial complementariedad. La gente los quería distantes y enfrentados, pero ellos sólo se separaban, para entrar en los trenes en vagones diferentes, tapando las bocas de sus respectivos seguidores. Siempre que una empresa les proponía un contrato a los dos, el de Triana decía: “lo que haga José”. Joselito plasmaba el orden en la lidia, el poder frente a los toros, el intento de hacerlos girar a su alrededor; Juan Belmonte el dramatismo hecho persona, el olvido de su propio cuerpo; en favor del riesgo hecho belleza. Realmente Juan, puso en valor y atravesó la fibra sensible de los públicos a lo que José descubrió.
La gente del toro sabía perfectamente que José y Juan estaban perfectamente cohesionados. Sirva como ejemplo que al invierno siguiente, cuando Juan Belmonte tomó parte en el Festival taurino de la charra Virgen del Cueto, todos los ganaderos de Salamanca, se acercaron a darle el pésame por la muerte de Joselito el Gallo.
Hoy que se cumplen ciento cuatro años de la muerte de José, realmente celebramos el nacimiento de su leyenda. Una leyenda que expande su sombra cada vez que se habla del toreo, del toro, y de la propia tauromaquia como espectáculo de masas. Joselito fue capaz de hacer pasar el toreo, como ejercicio de toma y daca, mientras se conseguía dominar al toro para matarlo; al intentar crear belleza haciendo que el toro se desplazara alrededor del torero. José descubrió la posibilidad de hacerlo, otros lo lograron con rotundidad.
Para hacer ese toreo buceó en las posibilidades de todas las ganaderías, decantándose por todo lo procedente de la casta Vistahermosa, llegando a adquirir la ganadería de Mora Figueroa, descendiente directa de la mencionada estirpe. De donde posteriormente nació todo lo descendiente del Conde de la Corte imprescindible en la Fiesta durante los últimos cien años, y lo que queda.
Una vez que, con su presencia, consiguió que el toreo despertara en la sociedad española, el interés que en la primera década del siglo XX había perdido, buscó la posibilidad de popularizar la fiesta con la construcción de plazas monumentales, que albergaran a miles de aficionados. Consiguiendo a la vez altas cotas de rentabilidad para todos los sectores del gremio taurino.
Toda esa leyenda de Joselito sigue viva en el tiempo, dando muerte a su muerte augurada por su banderillero Blanquet, que también acertó con el valenciano Granero y con su propia muerte de infarto tras matar una corrida de toros a las órdenes de Ignacio Sánchez Mejías; que también murió por asta de toro. Por desgracia en aquellos años, no era difícil acertar con la muerte de los toreros.
Lo que está claro es que la leyenda no augura, la leyenda se vive. Y Joselito protagoniza la más viva de las leyendas, ciento cuatro años después.