La receta

Flaubert y la ciencia: de la burla al presagio

En tiempos como los nuestros, en los que la ciencia se ha convertido en la medida de todas las cosas, resulta casi incomprensible recordar que hubo un escritor que la puso en entredicho con ironía implacable. Gustave Flaubert, tan obsesionado por la perfección de la frase como por la disección del alma humana, dedicó sus últimos años a una obra extraña, inacabada y profundamente actual: Bouvard y Pécuchet. En ella, se propuso nada menos que ridiculizar la fe ciega en el saber científico, que en su siglo XIX comenzaba a adquirir tintes de religión sustitutiva.

No era, sin embargo, la primera vez que Flaubert jugaba con esta idea. En Madame Bovary, ese fresco demoledor de la sociedad provinciana, aparecen ya el médico Charles Bovary y el boticario Homais como figuras grotescas del saber aplicado: uno incapaz de curar a su mujer y el otro obsesionado con exhibir una ciencia superficial y presuntuosa. Ambos son precedentes directos de Bouvard y Pécuchet, esos dos oficinistas jubilados que deciden dedicar su vida al conocimiento universal, convencidos de que basta leer, experimentar y acumular fórmulas para alcanzar la verdad.

El resultado, como sabemos, es una enciclopedia del fracaso. Medicina, química, agricultura, física… nada les es ajeno, pero en todo fracasan. Se pierden entre contradicciones de manual, chocan con la realidad y acaban reducidos al absurdo

Flaubert, que consultó más de 1.500 volúmenes para documentarse, convierte así la novela en un espejo deformante del positivismo que impregnaba su época. Donde Comte, el gran impulsor del positivismo, veía orden y progreso, él encontraba contradicciones, soberbia y, sobre todo, un entusiasmo desmedido que tarde o temprano acabaría en decepción.

Lo más sorprendente de Bouvard y Pécuchet no es su sátira, sino su carácter visionario. En su último capítulo, inconcluso, Pécuchet se lanza a imaginar un porvenir dominado por la ciencia: un mundo en el que el hombre se transformará en máquina, en el que las ciudades se cubrirán de jardines artificiales, la pobreza desaparecerá gracias a la técnica y la humanidad viajará a los astros

Lo que entonces era una exageración literaria hoy se parece inquietantemente a nuestras utopías tecnológicas, con su promesa de inmortalidad digital, energía infinita, inteligencia artificial y sociedades automatizadas.

La paradoja es que Flaubert, en su misantropía, no negaba el poder de la ciencia, sino su capacidad para colmar las esperanzas humanas. Si la religión estaba exhausta, la ciencia —pensaba— no podía sustituirla sin caer en otro dogma. Los avances técnicos han transformado nuestras sociedades, pero no han eliminado el sufrimiento, la desigualdad ni el vacío moral o la soledad. Seguimos esperando de la ciencia lo que no puede darnos: una redención.

Por eso Bouvard y Pécuchet conserva hoy una indudable vigencia. No como negación del conocimiento, sino como advertencia contra su tiranía. En un tiempo en que la medicina promete alargar la vida indefinidamente y la biotecnología sueña con rediseñar al ser humano, Flaubert nos recuerda que todo progreso lleva consigo un poso de absurdo, y que no hay técnica capaz de resolver las contradicciones esenciales de la condición humana.

Quizá el escritor normando fuera injusto al ridiculizar la pasión por el saber. Pero no se equivocaba en señalar que la ciencia, convertida en nuevo dogma, transforma a la sociedad tanto como la condiciona. Y que, si no queremos repetir las ilusiones de Bouvard y Pécuchet, conviene contemplar la ciencia no como evangelio, sino como herramienta: poderosa, necesaria, pero limitada para alcanzar la plenitud en el ser humano.