La liberación femenina trajo justicia, pero también debilitó el rol ancestral de la mujer en la familia. Entre confort material y pérdida de espiritualidad, los jóvenes quedan sin raíces ni límites.
La liberación femenina fue uno de los grandes avances del siglo XX. Gracias a ella, millones de mujeres pudieron acceder a la educación, al trabajo y a una vida independiente que durante siglos les había sido negada. Se derribaron hogares sin padres volver a encadenarla a un rol exclusivo, sino de reconocer que esa tarea —hoy muchas veces acompañada con más ayuda del hombre— era una fuente de cohesión y estabilidad para los hijos.
A esta transformación se sumó otra fractura: la influencia de ideologías socialistas y comunistas que consideraron a la familia como un instrumento burgués y opresivo. En paralelo, la religión —a la que Marx llamó “el opio de los pueblos”— perdió peso social. Sin embargo, aquello que algunos vieron como alienación era para millones un refugio emocional y espiritual, una brújula moral y un sostén en tiempos de adversidad. Esa espiritualidad puede ser religiosa o laica, pero es imprescindible: el ser humano necesita creer en algo que le dé sentido y orientación. Estudios recientes muestran que la espiritualidad en los adolescentes actúa como factor protector de su salud mental, favoreciendo la resiliencia y reduciendo conductas de riesgo .
Hoy muchas familias viven con más confort material, gracias al progreso económico y tecnológico. Sin embargo, este beneficio ha venido en muchos casos en detrimento de la vida familiar. El consumo, la prisa , el individualismo y hogares sin padres, el lugar de la mesa compartida y del diálogo íntimo. Se olvida que la familia sigue siendo la célula vital de una sociedad sana. Investigaciones en España demuestran que los adolescentes que no comen en familia presentan peor comunicación intrafamiliar y mayores niveles de agresividad e ira .
La consecuencia se percibe con fuerza en la adolescencia. La agresividad y la violencia que vemos en tantos jóvenes no nacen de la nada: son muchas veces el fruto de la desatención en el hogar, de la falta de escucha, de normas claras y de acompañamiento afectivo. Cuando la familia falla, los hijos quedan sin educación ni límites, y eso abre la puerta a comportamientos que desbordan la convivencia. Así lo refleja el aumento de la violencia filio-parental en España, con miles de expedientes judiciales abiertos cada año por agresiones de hijos hacia sus padres . Lo vemos también en hechos colectivos recientes: jóvenes que impidieron una carrera deportiva rompiendo vallas, arrojando piedras y botellas y dejando heridos a 22 policías. Y en tragedias personales, como el asesinato de Charlie Kirt a manos de un joven de 22 años y la posterior apología de esa violencia en redes sociales por parte de otros muchachos que, en lugar de repudiar el hecho, lo celebraron.
La falta de hogar sólido explica, pero no justifica, la violencia. La juventud tiene derecho a expresarse y a cuestionar; todas esas ideas pueden y deben canalizarse en forma civilizada. Lo tribal hace mucho que se superó. Cuando el hogar no da seguridad, aparecen estos comportamientos agresivos que son gritos de vacío más que de fuerza. El camino no está en volver atrás ni en renunciar a los avances logrados. Está en rescatar lo esencial: la mesa familiar donde se comparte la vida cotidiana, el rol protector de la madre en la crianza y la espiritualidad que da esperanza y guía. Porque ningún progreso material vale la pena si deja a los jóvenes sin raíces ni brújula.