Una semana después de concluida la reunión en Santa Marta, Colombia, que estuvo lejos de ser sede de una verdadera “cumbre” entre la Celac y la Unión Europea, se sigue discutiendo —en diversos tonos— sobre sus logros y decisiones. Aun cuando nunca faltó sol, playa y protocolo… faltaron los jefes de Estado con poder real. La oportunidad histórica para reactivar el diálogo intercontinental terminó convertida en una reunión minimalista, donde la ausencia política se volvió el principal orador.
Colombia —y de manera especial las autoridades de Santa Marta— prepararon con esmero el escenario, ajustaron la iluminación, desplegaron alfombras y dejaron el podio listo para hechos trascendentales. Pero la mayoría de los líderes no llegaron. Difícil imaginar una ironía más cruel: una cumbre internacional sin decisiones de fondo. De un total de 60 jefes de Estado invitados, apenas nueve llegaron. Esa cifra equivale a un silencio diplomático a gritos. Una cumbre que no fue cumbre. Y, aunque el Gobierno de Gustavo Petro intentó maquillar el vacío con frases como “lo importante es la calidad”, lo cierto es que las sillas vacías fueron imposibles de borrar. La narrativa oficial chocó con la contundencia visual: fue la peor asistencia en años a una cumbre.
La política exterior colombiana, que alguna vez tuvo la reputación de ser prudente, estable y construida sobre consensos, parece ahora una mezcla de improvisación ideológica y apuestas personales. Petro cree que puede liderar el mundo con discursos inmarcesibles, pero los países —incluso los más cercanos y progresistas— prefieren lo práctico: estabilidad, predictibilidad y diplomacia sin sobresaltos. La épica tiene su encanto; las relaciones internacionales, no tanto. Mientras el presidente hablaba de un nuevo orden global, América y Europa parecían interesados en evitar quedar atrapados en el choque Petro–Trump, que se volvió la nube negra sobre el encuentro por el ruido, la incertidumbre y el riesgo diplomático que generó.
Muchos gobiernos hicieron cálculos simples: ¿para qué meterse en un pleito ajeno? ¿Por qué viajar a una cumbre que podría interpretarse como un respaldo al antagonista de un hombre que, desde el poder de la magistratura estadounidense, no perdona, como está demostrando, a quien se cruce con su camino? En política internacional, la prudencia es rentable. Desde Argentina, comentaristas señalaron que la convocatoria parecía “desinflada” y que el encuentro terminó más como un acto político local que como un encuentro hemisférico. En Chile, la crítica fue más elegante pero igual de punzante: la reunión careció de “peso específico”. En España, diarios de Madrid y Barcelona se preguntaron por la baja asistencia, y diplomáticos de Bruselas dejaron caer una frase elocuente: “No era el momento adecuado para fotos arriesgadas”. Centroamérica fue más directa: nadie quería quedar atrapado en la pelea Petro–Trump. Y el Caribe, siempre pragmático, decidió no arriesgar relaciones ni inversiones.
¿Es culpa solo de Petro? No. La Celac viene arrastrando fracturas internas, agendas contradictorias y una incapacidad crónica para hablar con una sola voz. Pero un liderazgo sólido —o al menos hábil— habría mitigado parte del daño. La diplomacia funciona así: si el anfitrión convoca, se llena; si desorienta, se vacía. Y esta vez, Colombia repelió más de lo que atrajo.
Los comunicados finales son un catálogo impecable de lugares comunes: declaraciones aromáticas sobre “unidad regional”, la inagotable promesa de “profundizar la cooperación multilateral” y la devoción ritual de “fortalecer la democracia”. Frases bellas, casi musicales, como vitrales de iglesia que filtran colores, pero no alumbran decisiones. Ninguna tarea concreta, ninguna hoja de ruta verificable. Un consenso tan amplio que cabían todos porque no comprometía a nadie. Puro incienso diplomático.
Y lo más llamativo fue lo no dicho. Brilló por su ausencia las acciones contra el “narcotráfico”, sentado sobre los documentos mientras todos fingían no verlo. Las migraciones masivas —ese éxodo que atraviesa selvas, fronteras y convicciones— se mencionaron con pudor clínico. Los derechos humanos, reducidos a un saludo protocolario. Y, además, ninguna mención al nuevo corazón de la economía global: educación, tecnología y regulación a la inteligencia artificial. El mundo corre hacia adelante; la cumbre prefirió mirar hacia sus zapatos.
Santa Marta merecía un capítulo más digno. No una cumbre débil con liderazgo disperso. La ausencia se robó el espectáculo. Y si algo dejó claro esta experiencia es que el prestigio internacional no se sostiene con discursos: se teje con confianza, coherencia y capacidad de convocatoria. La reflexión final no necesita adornos: Colombia perdió una oportunidad de mostrar liderazgo; la Celac no logró demostrar relevancia; y Europa, desde su crisis, tomó nota. Lo que quedó es una verdad incómoda: las naciones no siguen a quien proclama que lidera, sino a quien logra que otros quieran acompañarlo. Fue un escenario perdido en el año de conmemoración de los 400 años de fundación española de Santa Marta, asfixiada en su propia sed, mientras el problema del agua sigue sin encontrar solución. Opiniones y comentarios a jorsanvar@yahoo.com